Heridas de un cuento inventado

 

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, con el trauma del Holocausto en la escena internacional, el significante judío fue rápidamente cooptado por el proyecto sionista que, a principios del siglo XX, era una corriente minoritaria. Desde los años cincuenta, quienes no comulgaban con la idea de reconocer a Israel como la nueva patria, fueron marginados a la categoría de asimilados. Esta etiqueta que los sionistas y religiosos pusieron a los laicos y ateos de origen judío les niega cualquier tipo de identidad diferente a las oficiales, es decir, las suyas. Ese discurso se volvió hegemónico y los mismos etiquetados compraron esta idea de ya no ser tan judíos. Por eso se entiende que varios argentinos descendientes de la inmigración judía argumenten una gran distancia con la cultura de sus ancestros.

A quienes somos judíos nos duele afrontar que la mayoría de la sociedad israelí está avalando un genocidio. Y mientras esta tragedia se potencia, escuchamos o leemos a defensores del sionismo, de izquierda a derecha, minimizar o negar las manifestaciones en contra de Israel. 

A pesar de no cumplir con rituales y tradiciones, cuando una atrocidad como la actual me interpela, necesito contar que tengo raíces que me habilitan a opinar sin que otros me tilden de antisemita. 

Esta semana se cumplen dos años del ataque terrorista de Hamas que abrió las puertas del infierno en Medio Oriente. Ese día, en el sur de Israel fueron asesinadas 1200 personas y 251 fueron tomadas como rehenes, según autoridades israelíes. El gobierno de Benjamín Netanyahu lanzó una ofensiva en la Franja de Gaza que hasta hoy se cobró la vida de 66 mil personas, incluyendo a 20 mil niños, más de 160 mil heridos y al menos 15 mil desaparecidos bajo los escombros, según el ministerio de Salud de Gaza. 

El Estado de Israel está perpetrando un plan de limpieza étnica y medidas deliberadas para generar hambruna y falta de atención hospitalaria entre la población palestina: lo dicen los relatores de las Naciones Unidas, Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la Asociación Internacional de Expertos en Genocidio y Médicos sin fronteras, entre otros. 

Al momento de escribir este texto, el gobierno israelí interceptó la flotilla Global Sumud, detuvo a decenas de sus casi 500 activistas de 46 países e impidió la llegada de alimentos y medicinas a la Franja de Gaza. En esos barcos que cruzaron el Mediterráneo, también viajaban voluntarios de origen judío. 

Al mismo tiempo, cientos de miles de palestinos intentan desesperadamente huir de Gaza. Y aunque en el sur de la Franja no les esperan mejores condiciones, el instinto de supervivencia los obliga a dejar todo y desplazarse una vez más. 

Si hace un año algunas voces judías autorizadas hablaban del derecho de Israel a defenderse y de un estado de guerra, hoy son cada vez más quienes hablan de genocidio. Organizaciones de derechos humanos como B’Tselem, periodistas como Gideon Levy, artistas como Ilan Volkov, expertos como Omer Bartov o Raz Segal, refieren con dolor a “nuestro genocidio”. La directora de la junta ejecutiva de B’Tselem, Orly Noy, escribió el 18 de septiembre en una nota publicada por +972Magazine:

 “Israel está desatando un holocausto en Gaza, pero eso no se puede solo entender como la voluntad exclusiva de los actuales líderes fascistas del país. Este horror va más allá de Netanyahu, Ben Gvir y Smotrich. Lo que estamos presenciando es la etapa final de la nazificación de la sociedad israelí. La tarea urgente ahora es poner fin a este holocausto. Pero detenerlo es solo el primer paso. Si la sociedad israelí quiere volver al redil de la humanidad, debe someterse a un profundo proceso de desnazificación”.

Netanyahu utiliza la situación de guerra como una estrategia política para evitar los juicios en su contra. Y los rehenes son un buen pretexto para perpetuar la ocupación territorial, tanto en Gaza como en Cisjordania. 

El gobierno de Israel argumenta actuar en nombre del pueblo judío, su larga historia de persecución y exterminio. Pero las acciones criminales no hacen más que vulnerar la memoria de las víctimas de los pogroms en Rusia y del Holocausto. Y no sólo eso: a mediano y largo plazo favorecen el resurgimiento de movimientos de resistencia aún más extremos. Si desde 1948 con la Nakba el pueblo palestino no renunció a su lucha, ¿quién podría imaginar que esto ocurrirá ahora? La espiral expansiva de la retaliación eterna no tendrá límites si no encontramos un camino de paz. 

Sin embargo, existe una esperanza de cambio en la sociedad israelí, y anida en reducidos círculos: los valientes jóvenes que prefieren la cárcel a integrar el ejército o quienes levantan sus pancartas con fotos, nombres y edades de niños palestinos asesinados, mientras sus compatriotas los insultan. 

***

Casi en paralelo al ataque de Hamas de 2023, Javier Milei ganaba las elecciones presidenciales en Argentina. Dos hechos que aparentemente no tienen vinculación, se volvieron tema de discusiones caóticas en las sobremesas de familias y amigos. Es que las personas judías o de origen judío que creemos en los derechos humanos, no podemos identificarnos con el Estado de Israel en manos del sionismo religioso y los supremacistas de Netanyahu, ni con el gobierno de ultraderecha que nos conduce en estas latitudes. 

El 11 de junio de 2025 sentí la derrota: Milei fue recibido con honores en la Knéset, el Parlamento israelí. El patético adulador de las derechas más rancias dio un discurso de los suyos, forzando citas de textos religiosos y finalizando con su grito viva la libertad, carajo. Este lunes, en un vergonzante show en el Movistar Arena, cantó desaforado la canción popular Hava Nagila y arengó a su público: Vamos que esto le molesta a la izquierda.      

Mientras aquí nos duele ver a jubilados y discapacitados apaleados que reclaman por sus derechos y cómo se destruye el capital científico y universitario, allí nos duele ver el genocidio en Gaza. Como una pesadilla interminable, ambas realidades se conectan. Por eso, ver a los parlamentarios israelíes ovacionar de pie y con emoción el discurso de Milei, me hizo sentir avergonzada como judía, pero también como argentina. 

Además de Estados Unidos, este es uno de los pocos países que apoya incondicionalmente la barbarie israelí. 

En este sentido me urge la necesidad de explicarle al mundo que no sólo los judíos, sino también los argentinos, somos muy diferentes y existe una gran parte de la sociedad que está en las antípodas de Milei. 

¿Cómo no entender a los israelíes que denuncian el horror frente a sus ojos y que sólo reciben palos policiales, cárcel y la marginación de vastos sectores que se resisten a reconocer lo que está sucediendo? 

En estos días me pregunté: ¿cómo se sentiría una mujer alemana antifascista en 1941? ¿quién la escucharía sin condenarla por traidora a su patria? Ojalá se multiplicaran los traidores en Israel. La solución diplomática es la única alternativa y el gobierno israelí no hace más que boicotearla, como muestran los sucesos de marzo pasado, cuando rompió la tregua pactada, y el reciente bombardeo en las oficinas de Qatar que trabó las negociaciones. 

***

Nací y viví en Villa Lynch, una ciudad que supo ser un famoso barrio textil del partido de San Martín, en el conurbano bonaerense. Los domingos de calma se podían escuchar las campanadas de la Iglesia del Líbano, los pájaros trinar y vendedores ambulantes de todo rubro. Pero en la semana bullían los telares mezclados con acento ídish, árabe, italiano o español. 

Construí mi identidad tanto en la escuela pública estatal como en el Club I.L. Peretz de Villa Lynch (1940-1996), una institución judía laica ligada a la cultura comunista y con perfil de club de barrio. A veces pienso que sólo quienes tuvimos la fortuna de transitarlo podemos entender lo que Isaac Deutscher explicaba acerca de ser y no ser judío; porque el club era judío, pero también del barrio. Lo más importante que aprendimos allí fue que éramos argentinos, iguales a otros conciudadanos. Los vecinos no judíos se integraban, sobre todo, a las actividades deportivas donde se destacaba la natación en la pileta olímpica más famosa de la zona. 

Si tengo que resumir en una frase la atmósfera que me rodeó en esos años, me quedo con los versos del escritor judeo polaco Isaac Leib Peretz (1852-1915) que tanto nos identificaba y, por eso, una tarde de sábado pintamos en un mural a la entrada del club: Blancos, amarillos, negros, todos, todos, son hermanos, razas colores y pueblos no es más que un cuento inventado. Y así, desde niña, mientras nunca entendí muy bien por qué yo era judía si nada tenía que ver con Israel, sus rituales religiosos ni sus sinagogas, sí sabía que lo era porque iba al Peretz y creía en los valores de aquella frase. 

Desde que tengo memoria, la gente del Peretz y otras instituciones autodenominadas judeo-progresistas vinculadas al Idisher Cultur Farband (ICUF) nos movilizamos para conmemorar el Levantamiento del Ghetto de Varsovia del 19 de abril de 1943.  Homenajear a los héroes y mártires que se organizaron para pelear contra los nazis, cantar el Himno de los Partisanos junto con el Himno nacional argentino y condenar el genocidio de 6 millones de judíos no sólo fue recordar para que nunca más la humanidad sufra un horror semejante, sino afirmarnos como argentinos comprometidos con los derechos humanos. 

Con el tiempo, las nuevas generaciones fuimos comprendiendo que un genocidio es igual a otros genocidios. Entendimos la larga noche de 1976 en nuestro país y que fueron 12 millones de personas las víctimas del nazismo; homosexuales, gitanos, discapacitados y opositores políticos, entre otros. 

Conmemorar el Levantamiento en Varsovia era también desafiar el mito de una supuesta pasividad por la cual los judíos se dejaron arrastrar como ganado a los campos de exterminio. Por el contrario, siempre se reconoció la valentía de los pueblos que se rebelan y luchan por las causas justas y la libertad. Aún hoy se recupera la gesta de la resistencia, de los partisanos y del pueblo soviético que, a costa de 27 millones de personas, terminó venciendo a los nazis en la batalla de Stalingrado. El 9 de mayo de 1945, Día de la Victoria, fue concebido como un símbolo de no darse por vencido ni aún vencido. 

Así la tragedia del pueblo judío que embanderaba el lema de la Guerra Civil Española por nuestra y vuestra libertad se amalgamaba con aquel legado universal y humanista de Peretz que se volvía una suerte de conclusión: que no importaba la religión, el color de piel o la nacionalidad de las personas porque todos éramos iguales, aunque nos quisieran vender el cuento supremacista del pueblo elegido, o de que algunas vidas valen más o son mejores que otras. 

Siempre me sentí profundamente ligada al idioma ídish que trajeron mis bisabuelos del Imperio Ruso a principios de siglo XX, a las colonias entrerrianas de los gauchos judíos donde nacieron mis abuelos y al entorno icufista. Pero el sionismo y la religión, con todas sus variantes, no me fueron tan ajenos. Mi viejo, por ejemplo, marchó en 1967 para integrarse al Ejército israelí después de la Guerra de los Seis Días y se quedó un par de años colaborando como voluntario. Él era sionista orgulloso y en algún momento, aunque yo no acordaba con sus ideas, comencé a respetar sus puntos de vista. A pesar de su enfermedad, él todavía recordaba frases en hebreo. Murió en pandemia. A la luz de esta tremenda realidad, no sé cómo hubiéramos podido sostener ese debate. ¿Y por qué necesitamos tanto manifestarnos, tomar posición? Porque tal como lo explicaba el antropólogo Fredrik Barth, las fronteras de la identidad no sólo se construyen declarando quiénes somos, sino quiénes no somos. Y aún más, teniendo en cuenta lo que otros dicen que nosotros somos. 

Por eso hoy me siento en una gran contradicción. Por una parte, si ser judía implica justificar la matanza de un niño en Gaza, yo ya no quiero serlo. Y, por otra, ser judía me compromete a expresar con énfasis mi rechazo al terrorismo de Hamas, pero también mi condena absoluta a la masacre de población inocente en Palestina.  

***

Recientemente, el ministro de Finanzas de Israel, Bezalel Smotrich calificó a Gaza como una mina de oro inmobiliaria y habló de negociaciones con empresas estadounidenses para construir la Riviera del Medio Oriente. Este proyecto, anunciado ya por Donald Trump en otras oportunidades, no parece tan descabellado cuando uno piensa en las modernas construcciones que se alzaron en las ciudades polacas sobre terrenos donde hubo Ghettos y fosas comunes. Las prácticas del nazismo se repiten: desplazamientos, expropiaciones, regeneración “humana” y bonitas playas sobre sangre palestina derramada. 

La muerte de seres humanos no admite comparaciones étnicas ni mediciones en cifras. Hoy lo urgente es lograr un alto al fuego definitivo. Ya no puede morir un niño más, ni por bombas, ni por enfermedad, ni por hambre. Tampoco puede morir otra madre, otro médico, otro periodista, ni otro rehén israelí. Estamos hablando de recuperar el valor de la vida humana. Y así como cuando el caso de George Floyd, asfixiado por la rodilla de un policía el 25 de mayo de 2020, propagó la consigna Black Lives Matter, hoy debemos gritar: las vidas palestinas importan. Importan tanto como las israelíes. Ni las religiones ni los intereses geopolíticos justifican la muerte de nadie. 

Cuando escribo estas líneas están terminando las Altas Fiestas, el nuevo año 5786, donde no hay nada que celebrar, nada dulce y bueno para desear si no tomamos conciencia de la magnitud del desastre humanitario que Israel está causando. Sabemos que perdón y genocidio son conceptos irreconciliables. “Ojo por ojo y el mundo quedará ciego” había profesado Mahatma Gandhi. Y la ceguera viene coronada con escenas confusas: discursos de odio anudados a propuestas de paz; amenazas de destrucción sostenidas por intereses económicos. Así no funcionará. Parafraseando a Jean-Paul Sartre, ningún judío será libre mientras los palestinos no gocen de la plenitud de sus derechos. Ni un solo judío estará seguro en Israel o el mundo, mientras un palestino tema por su vida.

Fotos: Jaber Jehad Badwan

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