La Municipalidad de Villa Regina, a través de la Secretaría de Desarrollo Social inicia la entrega de semillas del programa Pro Huerta correspondiente a la temporada otoño invierno 2021 de lunes a viernes en el horario de 9 a 12 horas.
La entrega será en la sede de la Secretaría, ubicada en Uspallata Sur 169.
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El secretario del Tesoro de Trump, Scott Bessent, visitó la Casa Rosada para marcarle el rumbo económico al presidente argentino. No hubo ayuda financiera, pero sí exigencias geopolíticas claras: romper con China, profundizar el ajuste y alinearse incondicionalmente con los intereses de Washington.
Mientras el gobierno argentino celebraba como “histórica” la visita de un alto funcionario republicano, la realidad se impuso: Estados Unidos le negó el financiamiento que Milei desesperadamente busca y le ordenó desarmar el acuerdo de monedas con China. La humillación no fue solo diplomática, fue también económica y estratégica. Argentina queda atrapada entre el ajuste brutal y la obediencia internacional.
El 12% devaluación del peso argentino no fue, como quiso venderlo el gobierno de Javier Milei, una medida estratégica dentro de un plan maestro para estabilizar la economía. Fue, más bien, la ofrenda ritual con la que la administración libertaria intentó congraciarse con un visitante clave: Scott Bessent, secretario del Tesoro de Donald Trump y una de las voces más influyentes del poder financiero estadounidense. La escena, sin embargo, no terminó como esperaba el gobierno argentino. Lejos de los anuncios de respaldo, crédito o salvación que se habían filtrado en la previa, la comitiva norteamericana dejó en claro su única intención: marcar la línea de obediencia geopolítica que Milei debe seguir si quiere seguir siendo el “socio preferencial” de Washington en Sudamérica.
La decepción fue tan visible como el silencio posterior. En los pasillos de la Casa Rosada, el discurso triunfalista que antecedió la reunión mutó en una extraña combinación de sumisión y resignación. Porque lo que se presentó como una cumbre bilateral histórica terminó siendo una reprimenda encubierta, un recordatorio de cuál es el lugar que Argentina ocupa en el tablero global si decide renunciar a toda política de soberanía: el del peón sin autonomía que ejecuta sin cuestionar.
Bessent fue claro. No habrá línea de crédito para Argentina. No habrá dólares estadounidenses inyectados por Washington para facilitar la transición económica de Milei. No habrá ni siquiera gestos simbólicos de respaldo financiero. En cambio, hubo una única exigencia, reiterada con la precisión de un ultimátum: desarmar el swap con China.
Ese acuerdo de monedas con el país asiático, que permite a la Argentina utilizar yuanes para operaciones internacionales sin agotar reservas de dólares, es visto por Estados Unidos como una amenaza directa a su control sobre el sistema financiero global. No importa que el swap haya sido, hasta ahora, una de las pocas herramientas que evitó el colapso total de las reservas del Banco Central argentino. Lo que importa es que representa un vínculo con un actor que desafía la hegemonía de Washington.
La frase de Bessent no dejó lugar a interpretaciones: “A medida que esta administración mantenga su política económica inflexible, deberían eventualmente tener suficientes entradas de divisas para poder pagarlo”. Traducido del lenguaje diplomático: ajusten más, recorten más, privaticen más. Y mientras tanto, rompan con China.
Esta postura no es nueva. Semanas antes, Mauricio Claver-Carone —ex presidente del BID y uno de los halcones más duros de la política exterior trumpista— ya había advertido sobre el mismo punto. El pedido de Bessent no es una sugerencia; es una orden directa del corazón del poder republicano, y sugiere que la presencia del funcionario en la Casa Rosada no respondía a un interés por la recuperación económica de Argentina, sino al objetivo geopolítico de frenar el avance chino en América Latina.
El argumento, repetido hasta el cansancio, es que los acuerdos con China han sido “rapaces”, “secretos” y “extractivistas”, en referencia a las experiencias africanas donde empresas chinas se aseguraron derechos sobre recursos naturales a cambio de préstamos opacos. Pero lo que no dice Bessent es que las condiciones del FMI, controlado de facto por Estados Unidos, han tenido consecuencias igualmente destructivas para las economías del sur global, incluida la Argentina, con ciclos interminables de endeudamiento, ajuste y recesión.
La jugada norteamericana busca entonces una limpieza total del tablero. El objetivo es que Milei no solo alinee su discurso con el trumpismo, sino que rompa todos los lazos estratégicos con el gigante asiático. No se trata simplemente de un tema financiero: es una exigencia de alineamiento ideológico, económico y diplomático con el bloque occidental. Argentina debe elegir un amo, y Washington ya decidió cuál debe ser.
Lo alarmante es que el presidente Milei no solo parece dispuesto a cumplir esa orden, sino que lo hace con entusiasmo dogmático. En lugar de negociar, resigna. En lugar de defender la soberanía económica, entrega. En lugar de priorizar la necesidad concreta de divisas para evitar una crisis cambiaria, opta por sacrificar instrumentos como el swap chino solo para congraciarse con el poder imperial.
El comunicado oficial del Tesoro norteamericano fue una muestra de cinismo diplomático: “Confiamos plenamente en el liderazgo del presidente Milei para mantener el impulso económico positivo que atraviesa la Argentina”. ¿Impulso positivo? El país se encuentra sumido en una recesión brutal, con caída del consumo, aumento de la pobreza y desplome de la industria. Pero lo que importa para Washington no es el bienestar de los argentinos, sino la certeza de que sus intereses estratégicos serán defendidos con fervor.
Lo que queda en evidencia es que el experimento Milei no es otra cosa que una herramienta al servicio de una agenda extranjera. Su programa económico, presentado como la única salida viable al “fracaso del estatismo”, se revela cada vez más como una imposición externa, ajena a las necesidades del pueblo argentino. El ajuste no es una decisión soberana, es una exigencia del Tesoro estadounidense. El enfrentamiento con China no es un acto de convicción, sino un mandato recibido. La política exterior no responde a los intereses de la región, sino al juego electoral de un Trump que busca volver a la Casa Blanca y necesita demostrar que América Latina sigue siendo su patio trasero.
El problema no es solo el rumbo, sino la actitud. Porque incluso aquellos gobiernos que históricamente mantuvieron relaciones carnales con Estados Unidos, como el menemismo, supieron obtener algo a cambio. Con Milei, ni eso. No hay créditos, no hay inversiones, no hay concesiones. Solo hay órdenes. Y obediencia.
Así, mientras la sociedad argentina atraviesa una de las peores crisis sociales y económicas de su historia reciente, el gobierno festeja reuniones vacías, sin resultados concretos, como si el solo hecho de ser recibido por funcionarios de Trump justificara el hambre, la exclusión y el desmantelamiento del Estado.
La historia reciente está plagada de ejemplos donde la entrega total no solo no resolvió los problemas estructurales del país, sino que los agravó. La diferencia es que, esta vez, el sometimiento no viene disfrazado de pragmatismo, sino de fundamentalismo libertario. Y eso lo vuelve aún más peligroso.
Porque cuando un gobierno renuncia a la diplomacia, a la estrategia y a la negociación, y reemplaza todo eso por fanatismo ideológico, lo único que garantiza es que el ajuste no tendrá fin, que la deuda no se resolverá, y que la soberanía será una palabra vacía en un país sin voz propia en el concierto internacional.
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