Desaparecieron 1300 millones de pesos de Vialidad Nacional entre 2017 y 2019, equivalentes a más de 50 mil millones de pesos actuales, según surge de una auditoría realizada durante el gobierno anterior. En la provincia de Buenos Aires se sospecha que el dinero se utilizó para pagar la campaña a intendente de Javier Iguacel en Capitán Sarmiento.
El juez Julián Ercolini y el fical Gerardo Pollicita no han concretado ningún avance importante en la investigación de la causa que debería indagar en que se utilizaron esos 1314 millones -entonces equivalentes a USD 50 millones- que la Agencia Nacional de Seguridad Vial le giró a Vialidad para la realización de obras de seguridad en las rutas.
Entre 2017 Seguridad Vial y Vialidad firmaron un convenio. Se trata de dos organismos diferentes: uno trabaja para bajar la cantidad de accidentes viales y el otro construye y mejora las rutas nacionales. A partir del acuerdo, Vialidad recibió el equivalente a más de 50 mil millones para mejorar la seguridad en cinco rutas nacionales, la 5, 7, 8, 22 y 34.
Esas rutas nacionales estaban siendo renovadas y, en el marco de esas obras, los privados debían instalar líneas vibrosonoras para evitar despistes, tachas reflectivas y señalización con luces led; agregar cartelería inteligente o carteles electrónicos dinámicos entre otras cuestiones.
A pesar de que el dinero pasó de Seguridad Vial a Vialidad, las obras nunca se realizaron. En algunos casos se encontraron carteles de “deficiente e incorrecta colocación” metidos adentro de tambores de combustible o demarcación vibrosonora mal colocada. Incluso flechas de giro mal dibujadas.
El juez Julián Ercolini y el fical Gerardo Pollicita no han concretado ningún avance importante en cuatro años en la causa que debería indagar en que se utilizaron esos 1314 millones -entonces equivalentes a USD 50 millones- que la Agencia Nacional de Seguridad Vial le giró a Vialidad para la realización de obras de seguridad en las rutas.
Seguridad Vial le encargó un informe a la Asociación Argentina de Carreteras que fue demoledor. Sus inspectores verificaron que ninguna de las obras pautadas había sido realizada.
Luis Goldín trabajó como director de jurídicos de la Agencia Nacional de Seguridad Vial y elaboró un informe que documenta la inexistencia de las obras encargadas a Vialidad. El informe también incluye las respuestas de las empresas que debían realizar las obras: en todos los casos las compañías respondieron que no las habían realizado. “La plata se giró, pero no se sabe a dónde fue”, dijo a LPO Goldín, que fue abogado de Cristina Kirchner.
Detalle del relevamiento de las obras no concretadas que está en manos del juez Pollicita.
La sospecha de quienes siguen el tema es que el dinero se utilizó para solventar la campaña de Javier Iguacel como intendente de Capitán Sarmiento. El diputado kirchnerista Rodolfo Tailhade denunció a Iguacel y a Guillermo Dietrich, que autorizó los giros a Vialidad por malversación de fondos.
El kirchnerismo cuestiona que Ercolini y el fiscal Pollicita, los mismos que instruyeron la causa contra Cristina Kirchner que inició el propio Iguacel, no avanzaron en esta investigación a pesar de que la denuncia tiene ya cuatro años.
Mientras que Dietrich se alejó de la política y pasa sus días entre Punta del Este y el exclusivo country Arelauquen de Bariloche, Iguacel se convirtió en empresario petrolero.
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La vicepresidenta, Victoria Villarruel, instrumentó un férreo control policial y de inteligencia en el Senado en un clima de extrema paranoia por la pelea con Milei y en especial con Santiago Caputo, que controla la SIDE.
El jefe de Seguridad del Senado, Claudio Gallardo, realiza de manera sistemática operativos de barrido en búsqueda de micrófonos ocultos en el despacho de Villarruel, que ya son el comentario obligado entre senadores, asesores y trabajadores de la casa.
Al menos una vez por semana, una decena de agentes de inteligencia ingresan a la Cámara Alta con valijas sofisticadas para escanear las oficinas de la Vicepresidenta. “Van a lo de Villarruel y después se van directamente al anexo, a la dirección de Informática”, confirmó a LPO un asesor del Senado, con años en la casa.
En el Senado comentan que a medida que escala la confrontación de Villarruel con la Casa Rosada, crece la paranoia en el entorno de la vicepresidenta en el Senado. Un senador aliado confirmó a LPO que Villarruel “sospecha que la pueden estar espiando”. Por eso, el entorno de la titular de la cámara alta encargó la sensible tarea de vigilar y controlar el Seando a Gallardo, quien llegó al Palacio del Congreso después de haberse desempeñado en el área de Inteligencia del Ejército durante el mandato de Mauricio Macri.
El problema es que la escalada paranoica del entorno de la vice ya empezó a incomodar a los senadores y sus asesores, que ahora tienen que trabajar en un clima policial que no era habitual en la cámara alta.
En la sesión del jueves pasado, cuando la oposición aplastó a los libertarios, el personal de seguridad impidió el ingreso de periodistas y reporteros gráficos al Congreso hasta que arrancó la sesión, sin siquiera permitir el acceso a la Sala de Prensa, algo nunca visto en democracia.
En la sesión del jueves pasado, cuando la oposición aplastó a los libertarios, el personal de seguridad impidió el ingreso de periodistas y reporteros gráficos al Congreso hasta que arrancó la sesión. “Tenemos la orden de habilitar el ingreso solamente si hay quórum”, transmitían sin siquiera permitir el acceso a la Sala de Prensa, algo nunca visto en democracia.
El clima es tan espeso que un senador cercano a la vice también pidió a una empresa privada que revisen su despacho para ver si encontraban dispositivos de escucha. Varios senadores reconocieron a LPO que ya no hablan de temas sensibles en el comedor del Senado, un lugar que solía ser bastante reservado para las conversaciones políticas, por la sospecha de que allí los “escuchan”.
Los senadores Camau, Vischi y Di Tullio en la sesión de la semana pasada.
Una senadora admitió ante LPO que en las últimas semanas se produjo una agudización del asedio de Gallardo. “Los de Seguridad controlan los movimientos de los empleados pero detectamos que, además, se van informando dónde estamos los senadores, si entramos a un despacho o al otro o si recibimos a tal o cual”, dijo a este medio.
Si bien no hubo hasta el cierre de esta nota un aviso formal o una resolución que justificara el nuevo celo de Villarruel por los desplazamientos de los legisladores dentro de la casa, la medida se suma a otras que impactan en el desempeño de las tareas parlamentarias. Según un senador peronista, se implementó un sistema de ciberpatrullaje y se puso “más control en las computadoras de todas las oficinas con una doble validación para poder acceder a ellas”.
Los de Seguridad controlan los movimientos de los empleados pero detectamos que, además, se van informando dónde estamos los senadores, si entramos a un despacho o al otro o si recibimos a tal o cual.
Otro detalle confirma el nuevo clima policial: se desarrolló un mecanismo de notificación interna por el cual en la pantalla de televisión de cada despacho se puede ver qué senadores se encuentran en el Palacio y quiénes no. “Aparecemos en ese tablero buchón o pantalla alcahueta que avisa que estamos en la casa”, se quejó una senadora.
Pese al frio, cientos de personas fueron a expresarle su apoyo y afecto a la expresidenta.
Cristina Kirchner volvió a salir a su balcón de su departamento del barrio porteño de Constitución, para saludar a las cientos de personas que, pese al frio, se acercaron este domingo a San José 1111 en apoyo a la expresidenta y rechazo a la condena que confirmó la Corte Suprema.
Minutos antes de las 18 horas se encendió la luz de la habitación que conduce al balcón y la expectativa de los presentes comenzó a crecer. Segundos después se abrieron las persianas y la dos veces salió a saludar a los presentes, que entre cánticos y palabras de agradecimiento celebraron el encuentro con la principal referente del peronismo.
La presidenta del PJ, con una sonrisa de oreja a oreja, dedicó unos minutos a saludar a cada una de las personas que esperaban por su salida. Incluso hizo con sus manos la forma de corazón como modo de agradecimiento por todo el cariño recibido.
El 10 de junio, la Corte Suprema confirmó la condena a 6 años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos contra Cristina Kirchner en el marco de la causa vialidad.
El martes pasado, ante la contundente reacción del peronismo y gran parte de la sociedad civil -que incluyó una masiva marcha en Plaza de Mayo-, el presidente del Tribunal Oral Federal 2, Jorge Gorini, decidió otorgarle la prisión domiciliaria a la exmandataria pero le impuso la condición de utilizar la pulsera electrónica.
Esta historia comienza con dos amigas y un astrólogo en septiembre de 1985. Diana Wassner, de 25 años, estaba de visita en Buenos Aires por primera vez desde que en 1976 se había exiliado, primero a Israel, después a México. Una tarde, junto a su amiga Claudia, decidieron ir a lo de un astrólogo para que les interpretara la carta natal. Apenas entraron al departamento del barrio de Colegiales, un hombre rubio y jovencito le pidió a Diana que le indicara el día y la hora exacta de su nacimiento. Colocó unas hojas sobre la mesa y comenzó. “Cuatro hijos, todos varones y dos matrimonios”. Sí, eso lo veía clarísimo si se analizaba la posición del sol, la luna y los planetas al momento de su nacimiento. Pero había otras dos cosas que no eran del todo comprensibles. El astrólogo vio una escalera. ¿Era algo metafórico como la escalera bíblica de Jacob que conectaba el cielo con la tierra? ¿O se trataba literalmente de una escalera? Ninguno de los tres podía saberlo en ese momento. Sin embargo, lo que más la inquietó a Diana fue la visión final: “Vos vas a ser famosa”. Ella sonrió. Su sueño era ser escritora. Pero el hombre fue tajante: “No vas a escribir libros. Vos vas a salir en la televisión, en los diarios, en la radio. Es por otra cosa”.
De las cuatro predicciones que las amigas oyeron esa tarde de 1985, ocho años y diez meses antes de que explotara la bomba en la AMIA, tres se cumplieron. Aunque no, aún no había manera de saberlo.
***
La primera vez que entraron al departamento dijeron “es este”. Tiene sentido. En el primer piso ubicado entre dos médanos, en una localidad turística de la costa atlántica, la luz natural encandila. Uno de los ventanales del living da al mar y eso es lo que enamoró a Diana Wassner y a su segundo marido, Enrique Burbinski, cuando, hace un año y medio, alquilaron este departamento al que viajan seguido desde Capital Federal, donde residen. En el balneario se instalaron todo el verano del 2024 y no se movieron de ahí, con la excepción del viaje de emergencia que Diana tuvo que hacer a México los primeros días de febrero por la muerte de su padre, a los 96 años. El departamento es refugio de familia y amigos. Como Claudia, la amiga con la que fue al astrólogo, y que ahora está sentada en el sillón con un vestidito fresco, floreado y una computadora Mac sobre sus piernas cruzadas. Son casi las dos de la tarde del jueves 22 de febrero de 2024, la mesa está servida para cuatro. Diana tiene una musculosa deportiva rosa fluorescente, un short negro, sandalias con velcro, anteojos oscuros, un rodete en el pelo. Es curioso verla así, liviana, con ropa de verano. Ella aparece en los diarios, en la radio, en la televisión, tal como vaticinó el astrólogo, cada 18 de julio, abrigada, porque es pleno invierno cuando se conmemora el aniversario del atentado a la AMIA.
Diana perdió a su primer marido, Andrés Malamud, el arquitecto que llevaba adelante las reformas en el edificio ubicado en Pasteur 633. Desde 1994, ininterrumpidamente, Diana es la oradora principal del acto y una de las referentas de Memoria Activa, el colectivo que se conformó por fuera de las instituciones judías para reclamar justicia. En cada aniversario, los actos de Memoria Activa frente a los Tribunales son un ritual necesario que se repite de manera performática, una y otra vez. No importa si es 1998, 2005 o 2019. En un escenario montado ad hoc, con un micrófono de pie y un cartel en el que se leen los años que pasaron desde el atentado, alguien toca el Shofar, el cuerno milenario, y luego se leen los nombres de las 85 víctimas al grito seguido de “presente”. Un invitado que puede ser un periodista, un abogado, un intelectual, un artista, un rabino, pronuncia un discurso. Por los altoparlantes suena la canción “La memoria”, de León Gieco. Y finalmente habla Diana. Con su vozarrón inconfundible, áspero, punzante, dice: Llevo 25 años parada en el mismo lugar, o dice: En este mismo lugar, a esta misma, hora hace 24 años todo era horror, o dice: Hoy, como cada 18 de julio hace 29 años, nos volvemos a encontrar en el frío de la plaza Lavalle. No importa si es 1999, 2007 o 2018, Diana repite palabras como justicia, olvido, memoria, impunidad, Estado ausente, encubrimiento, resistencia, lucha, desesperanza, incredulidad. Pronuncia nombres como Menem, Beraja, Galeano, Canicoba Corral, Mullen y Barbaccia, Telleldín, Ribelli, Nisman, Anzorreguy. Cuando termina el acto, algunos medios de comunicación la entrevistan. No importa si es 1995, 2004 o 2013, ella declara: Es muy doloroso saber que tenemos en nuestras casas una silla vacía o un año más, es increíble que estemos acá, pero seguimos en la lucha. Todo se repite como en un ritual necesario, una y otra vez.
Ahora, en este refugio de la costa, el acto por los 30 años de la AMIA queda lejano. El frío también queda lejano y lo que hay que disfrutar son las tartas con ensaladas que Enrique y Diana apoyan sobre la mesa en este día cálido, soleado. En el almuerzo se habla de series y películas, de los beneficios de ir a un club, de cómo se llevan los tres hijos de Enrique con las dos hijas de Diana y las cinco nietas que ahora comparten. Se planifica la tarde: Diana irá a una clase de pilates, a tomar mate a la playa con Claudia, a comprar pollo para la cena. Apenas unos minutos después de almorzar, mientras toma un café negro con edulcorante que Enrique lleva al balcón en una bandeja, ante un silencio atronador que solo interrumpen algunos pájaros, Diana, con la voz un poco más pulida porque hace siete años dejó de fumar, dice:
—A mí me encanta la playa, es mi lugar en el mundo. Con Andrés decíamos que cuando fuéramos viejitos íbamos a vivir frente al mar.
***
El 18 de julio de 1994 a las 9:53 Diana estaba impaciente esperando a que viniera Sara, la empleada que cuidaba a sus hijas para que ella pudiera irse a trabajar. Desde 1987 tenía un cargo en un sector administrativo del Conicet. Esa mañana, Andrés salió temprano a trabajar y le dio un beso a su mujer que aún dormía. Ese era el pacto que tenían, aunque ella estuviera dormida, él estaba obligado a darle un beso. Ese lunes comenzaba la segunda semana de las vacaciones de invierno, entonces Débora, de 5 años, y Astrid, de 2, también dormían porque no había clases. A las 9:53 Diana escuchó una explosión. El estruendo fue tan fuerte que salió al balcón que daba al pulmón del edificio. Creyó que había ocurrido algo dentro de su propia vivienda. No vio nada, cerró la ventana y volvió a su estado de impaciencia ante la tardanza de la niñera. Lo que sonó a continuación no fue el timbre, sino el teléfono. Era Gustavo, el mejor amigo de Andrés. Se habían conocido en la adolescencia cuando iban juntos al colegio secundario Otto Krause, pero además participaban en los movimientos juveniles judíos progresistas. Gustavo le preguntó si sabía dónde estaba su marido. Diana se sorprendió con la pregunta. Dónde iba a estar a esa hora si no era en el trabajo. “¿Pasó algo?”. Gustavo desvió la respuesta. “Nada, nada, como no lo encontré en el Movicom, quería saber dónde estaba”.
—Mientras hablaba con ella, me di cuenta de que no sabía nada. Intenté no alarmarla, pero ya era demasiado tarde —reflexiona Gustavo una tarde, desde su casa en Madrid, donde vive desde hace veinte años.
Sara seguía sin llegar, pero el llamado de Gustavo la preocupó. Diana prendió la radio y la noticia de que algo había pasado en la AMIA —aún nadie precisaba qué— era lo único de lo que se hablaba. Marcó el teléfono de Andrés, pero no pudo dejarle un mensaje en el contestador. La casilla ya estaba llena. Ella no estaba segura de que Andrés estuviera ahí. Tenía varios trabajos y no todos los días tenía que ir al edificio de la calle Pasteur. No podía seguir esperando. Bajó hasta el primer piso, tocó el timbre de la vecina y le pidió que cuidara a las nenas hasta que llegara Sara. Paró el primer taxi que encontró y le indicó que la llevara a la AMIA. Eran diecisiete cuadras desde su casa, pero el chofer la alcanzó hasta donde pudo. Diana se bajó y vio el aire enrarecido. Polvo, escombros, esquirlas de vidrio. Los gritos de la gente se mezclaban con el sonido de sirenas, de ambulancias, de policías, de bomberos. Caminó perdida y comenzó a acelerar el paso. Trotó, después corrió, hasta que llegó a la esquina del edificio. Quiso pasar del otro lado, pero no se lo permitieron.
—Era como una guerra. Imaginate eso. Como si hubiera habido una guerra — dice Diana.
Ella siguió caminando, entró a una panadería y pidió un vaso de agua. Temblaba. Mientras intentaba pensar cómo saber si su marido estaba dentro de la AMIA, tuvo una idea y corrió al estacionamiento de la calle Tucumán. Llegó sin aliento y lo vio. Vio el Fiat Regatta blanco, el mismo en el que la noche anterior habían vuelto del club en Tigre, escuchando a todo volumen el cassette de “Vivitos y Coleando”, la obra infantil de Hugo Midón. Cinco días después, el viernes 23 de julio, el cuerpo de Andrés apareció entre los escombros.
Con el tiempo, con testimonios de sobrevivientes, pudo reconstruir lo que pasó: a las 9:53, Andrés estaba sobre una escalera. ¿Pensó en ese momento en la predicción que había hecho el astrólogo ocho años y diez meses antes?
—Por algún motivo extraño, el fin de semana anterior había sido especial. No sé bien por qué o solo lo recuerdo como especial. De repente, Andrés se paró y me dijo: “¿Cómo se puede querer tanto a alguien? ¿Es posible?”. Eso me quedó sonando y pensé: ya nadie me va a querer como él me quería.