En busca de la escritura perdida de Teotihuacán
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En busca de la escritura perdida de Teotihuacán

 

En el corazón del altiplano mexicano, la ciudad de Teotihuacán sigue guardando uno de los mayores enigmas de la historia mesoamericana: ¿qué lengua hablaban quienes erigieron las Pirámides del Sol y de la Luna? Un estudio reciente de investigadores daneses propone que sus glifos ocultaban una forma temprana del uto-azteca, el idioma ancestral del náhuatl, el cora y el huichol. Si esto es cierto, los aztecas serían los herederos directos de aquel imperio perdido que floreció siglos antes en el Valle de México.

Por Alcides Blanco para Noticias La Insuperable

La antigua metrópolis de Teotihuacán albergó a más de 125.000 habitantes.
Imagen: Christophe Helmke/University of Copenhagen

Las voces que callan entre las piedras

Teotihuacán —la “ciudad donde los hombres se convierten en dioses”— fue una de las urbes más imponentes del mundo antiguo. Fundada hacia el 100 a.C., llegó a albergar más de 125.000 habitantes y a dominar los intercambios culturales, comerciales y religiosos de toda Mesoamérica. Sin embargo, a diferencia de los mayas, que dejaron códices y estelas plagadas de escritura jeroglífica, los teotihuacanos no parecían haber dejado palabra alguna.

Durante más de un siglo, arqueólogos y lingüistas se toparon con un silencio inquietante: ¿por qué una civilización tan avanzada no habría desarrollado un sistema de escritura?


El hallazgo danés

El misterio podría comenzar a resolverse. Un estudio publicado en Current Anthropology por Magnus Pharao Hansen y Christophe Helmke, de la Universidad de Copenhague, propone que los signos que decoran murales y cerámicas teotihuacanas no eran simples adornos, sino verdaderos glifos con valor fonético.

Según su hipótesis, el sistema compartía rasgos con otras escrituras mesoamericanas, como el uso de logogramas (símbolos que representan palabras completas) y un principio denominado “deletreo doble”, en el cual los sonidos de distintas imágenes se combinan para formar nuevos términos.

Helmke explicó que su equipo “encontró coincidencias que resultan asombrosas” al comparar los signos teotihuacanos con lenguas del grupo uto-azteca, familia a la que pertenece el náhuatl.

Murales y cerámicas muestran un sistema de escritura ligado al uto-azteca, según los investigadores.
Imagen: Christophe Helmke/University of Copenhagen

La lengua de los dioses

La propuesta de Hansen y Helmke va más allá del simple desciframiento. Sostiene que la escritura teotihuacana codificaba una lengua uto-azteca primitiva, inmediatamente anterior al náhuatl, el cora y el huichol. Esto implicaría que los hablantes de estas lenguas —consideradas herederas del México central— podrían ser descendientes directos de los antiguos teotihuacanos.

“Para entender lo que hallamos —explicó Helmke—, habría que imaginarse intentando leer las runas de Jelling con danés moderno: similar, pero no igual. Así de antigua es la raíz de esta lengua.”

De confirmarse, esta conexión revolucionaría la historia del origen de los pueblos náhuatl, extendiendo sus raíces varios siglos antes de lo que se creía.


El desafío del desciframiento

El equipo danés tuvo que enfrentarse a un problema monumental: apenas se conocen unos 300 textos teotihuacanos, la mayoría fragmentarios. Las imágenes de coyotes, aves o serpientes que aparecen en los murales podían ser tanto símbolos religiosos como fonogramas, lo que dificulta la interpretación.

Hansen explicó que “nadie antes había utilizado un idioma que coincidiera con el período histórico correcto para intentar descifrar esta lengua escrita”, y que su método permite dar un nuevo sentido a glifos que antes se creían puramente decorativos.

Sin embargo, varios expertos —como el lingüista Lyle Campbell, de la Universidad de Hawái— advierten que los resultados aún son preliminares: la frecuencia limitada y la escasez de ejemplos dificultan conclusiones firmes.


Una Babel mesoamericana

Parte del desafío radica en la propia naturaleza cosmopolita de Teotihuacán. Los investigadores la comparan con la Roma del Viejo Mundo: una metrópolis donde convivían pueblos de distintas regiones y lenguas, desde el Golfo hasta las Tierras Altas mayas.

Esa diversidad cultural podría explicar por qué no existe un único idioma identificable y por qué los signos teotihuacanos parecen reflejar influencias múltiples. “Un ojo entrenado puede distinguir fácilmente el arte teotihuacano del maya, pero ambos compartían ideas y símbolos comunes”, señaló Helmke.


El eco del silencio

Aun con menos del 5 % del yacimiento excavado, los investigadores creen que cada fragmento mural y cada pieza cerámica puede ocultar una clave. “Sabemos que aparecerán más textos —anticipó Hansen—. Sería extraordinario encontrar los mismos signos utilizados de la misma manera en más contextos”.

Pero Teotihuacán sigue siendo, por ahora, un enigma tallado en piedra. Un imperio cuyo idioma se apagó antes de ser comprendido, cuyos dioses aún murmuran en glifos que nadie sabe leer.


El legado oculto

Para los arqueólogos, descifrar la escritura teotihuacana no es solo un desafío académico: es una forma de devolverle la voz a una civilización que marcó el destino de todo el continente. Si los daneses están en lo cierto, no solo habrán identificado la lengua de los constructores de las pirámides, sino que habrán tendido un puente entre ellos y los pueblos que siglos más tarde poblaron el México azteca.

Porque quizá, como sugiere el título original del estudio, la escritura de Teotihuacán nunca estuvo perdida. Solo aguardaba que alguien volviera a escucharla.

 

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    Semanas antes, Trump había lanzado una ofensiva comercial al aumentar los aranceles a las importaciones de Canadá, México y la Unión Europea, y también había expresado sus intenciones anexionistas sobre Groenlandia (2). Sin embargo, de ahora en adelante, ya no se trata tan sólo de manipular a sus “aliados” para que compren más armas o para equilibrar la balanza comercial. Al declarar que Estados Unidos no les concedería garantías de seguridad ni a Ucrania ni a las tropas europeas que pudieran desplegarse para hacer cumplir un eventual alto el fuego, Trump inevitablemente sembró dudas sobre la solidaridad estadounidense en caso de un ataque al territorio de un miembro de la OTAN. Sin su contrapartida de seguridad, el vínculo transatlántico se parecería más bien a una completa relación de dependencia.

    No obstante, desde 2022, Estados Unidos ha “invertido” un promedio de 35.300 millones de dólares por año en Ucrania (3). Mucho más que los 3.000 a 5.000 millones de dólares que Washington destinó cada año a Israel antes del ataque del 7 de octubre de 2023 y el equivalente a casi la mitad de los gastos militares anuales para Afganistán entre 2001 y 2019 –un esfuerzo para financiar una ocupación militar y operaciones directas–. El nivel de apoyo a Ucrania se sitúa, por lo tanto, en algún punto intermedio entre la ayuda brindada a un aliado histórico en Medio Oriente y el compromiso de una intervención directa en el campo de batalla en su propio nombre. Pero a Trump poco le importa todo eso: la guerra en Ucrania no es la de Estados Unidos, sino la de su antiguo rival Joseph Biden…

    Errores de cálculo

    Evidentemente, la magnitud de la ayuda occidental llevó a Kiev a cometer un error y la alentó a rechazar la negociación. En la primavera boreal de 2022, incluso antes de que Occidente le proporcionara su apoyo militar, la resistencia ucraniana podía enorgullecerse de haber frustrado la operación de cambio de régimen fomentada por el Kremlin y de haber minimizado las pérdidas territoriales. Después de cuatro semanas de combates, los beligerantes estaban cerca de llegar a un acuerdo. En Estambul, Kiev aceptó un estatus de neutralidad –es decir, renunció a adherirse a la Alianza Atlántica– y confirmó su intención de no dotarse de armas nucleares. A cambio, buscaba conseguir la retirada voluntaria de Moscú de los territorios que había ocupado desde el 24 de febrero. Sin embargo, Kiev necesitaba garantía de seguridad por parte de los líderes occidentales, quienes se la negaron. Boris Johnson se convirtió en el portavoz de la posición occidental durante una visita a la calle Bankova, sede de la Presidencia ucraniana. El Primer Ministro británico afirmó que nunca firmaría un acuerdo con Putin. Por eso, lo que ofrecían no eran garantías, sino armas (4).

    Europa deberá pagar la reconstrucción de Ucrania y, al mismo tiempo, afrontar los costos de su seguridad.

    Por un tiempo fue posible creer que dicha apuesta resultaría exitosa. Tras una primera contraofensiva, en noviembre de 2022, Kiev recuperó la ciudad de Jersón, ubicada en la orilla derecha del río Dnieper. Se desató la euforia. La palabra “negociaciones” se volvió tabú. No alinearse con los objetivos ucranianos –es decir, recuperar por la fuerza las fronteras de 1991– equivalía a firmar un pacto con el diablo. Los grandes medios de comunicación occidentales respaldaron el decreto ucraniano de octubre de 2022 que prohibía las negociaciones con Putin, a quien buscaban llevar ante la justicia internacional por crímenes de guerra (5).

    Sin embargo, la segunda contraofensiva ucraniana de junio de 2023 resultó en una derrota. En los medios de prensa, los estadounidenses expresaron su descontento: Kiev habría escatimado demasiado sus hombres para privilegiar ataques tácticos dispersos a lo largo del frente en lugar de enviar soldados en masa a los campos de minas rusos con la esperanza de traspasar las defensas del adversario y cortar el puente terrestre entre Rusia y Crimea (6). Bajo la presión de Washington, Kiev redujo la edad de reclutamiento de 27 a 25 años en abril de 2024, pero en diciembre se negó a bajarla a los 18 años. Así, la apuesta hecha en base a las exhortaciones occidentales fracasó trágicamente. Tanto el costo humano –cientos de miles de muertos y heridos– como los sacrificios exigidos a la sociedad fueron en vano (7).

    Como lógica consecuencia, durante el mismo período, Rusia experimentó una suerte inversa. El inicio de su “operación militar especial” resultó un fiasco. Los servicios de inteligencia rusos sobrestimaron los apoyos con los que contarían tanto por parte de la población como dentro de las élites ucranianas. El Ejército se estancó en los barrios periféricos de la capital ucraniana y fracasó en su intento de tomar el control del país. El Kremlin decidió entonces concentrar su dispositivo militar en el Donbass y Crimea. Concebida inicialmente como una expedición relámpago, la guerra fue cambiando de escala y de naturaleza. La movilización forzada decretada en septiembre de 2022 provocó una ola de protestas y exilios.

    Atrapada en su propia guerra, Rusia agravó su situación en materia de seguridad. Su “operación militar especial” tenía como objetivo, por un lado, prevenir que Ucrania se rearmara –antes de que Kiev recuperara por la fuerza las regiones separatistas prorrusas– y, por otro lado, poner un freno a la expansión de la OTAN hacia el Este. No obstante, unos meses después del inicio del conflicto, Rusia enardeció el patriotismo de un adversario que recibía un flujo continuo de armas y que contaba con el respaldo de una Alianza Atlántica reforzada con dos nuevos miembros: Suecia y Finlandia, que limitan con la zona ártica, estratégica para Moscú. Los dirigentes europeos reforzaron los batallones enviados al flanco oriental de la alianza, incluida Francia, que hasta entonces se oponía a una presencia permanente. La fuerza de reacción rápida de la OTAN cuadruplicó su número de efectivos; también continuó la construcción de la nueva base antimisiles estadounidense en Polonia, en donde los norteamericanos elevaron su presencia militar a 10.000 soldados. Lejos de calmarse, en Rusia las preocupaciones respecto de la seguridad se intensificaron por no haber previsto la fuerza y la unidad de la reacción occidental. Empero, al apostar por la consolidación de sus defensas detrás del Dnieper, Rusia logró estabilizar el frente. Los avances territoriales, como la toma de Bajmut en mayo de 2023, se consiguieron a costa del sacrificio de numerosas tropas, en un país ya golpeado por su crisis demográfica.

    El Presidente estadounidense parece elevar a Rusia al rango de nueva aliada.

    Si bien Rusia mostró debilidades militares, la resiliencia de su economía resultó sorprendente. El Banco Central había acumulado suficientes reservas para asumir una confrontación financiera con Occidente. Logró sostener eficazmente el rublo y salvar su sistema bancario a pesar del congelamiento de sus activos en Europa y Estados Unidos. En cuanto a las sanciones energéticas, terminaron volviéndose en contra de los propios impulsores europeos: el aumento de los precios del gas compensó la pérdida de los volúmenes enviados al Viejo Continente, dando tiempo a Rusia para reorientar sus exportaciones de hidrocarburos hacia Asia (8). El fracaso de la estrategia de aislamiento se volvió evidente porque, si bien Moscú se vio obligada a recurrir a “Estados parias”, como Corea del Norte o Irán, para obtener armas o soldados, la realidad es que no le faltaron socios económicos interesados en sus descuentos energéticos. Los países que forman el núcleo del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) vieron con preocupación la ofensiva punitiva financiera de Washington contra uno de sus miembros y profundizaron de forma preventiva su cooperación para reducir el uso del dólar en sus intercambios. En 2024, BRICS acogió a cinco miembros nuevos, entre los que destacan los Emiratos Árabes Unidos, un actor clave en las nuevas rutas del petróleo ruso (véase el artículo de págs. 12-14).

    ¿Acercamiento al hermano menor?

    Al elegir negociar cara a cara con Moscú, Trump le ofrece una vía de escape al Kremlin. El Presidente estadounidense parece elevar a Rusia al rango de nueva aliada. Las concesiones, por ahora sólo verbales, resultan vertiginosas: reanudación de las negociaciones sobre el desarme, promesa de reincorporación al G7 y, a largo plazo, levantamiento de las sanciones. Aunque el Presidente estadounidense trate de morigerar estas promesas en las próximas semanas, la solidaridad transatlántica parece estar ya profundamente deteriorada.

    Estas declaraciones podrían cerrar la era geopolítica que comenzó en 1949. Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos creó la Alianza Atlántica para imponer su influencia a la mitad de Europa, mientras que la otra mitad se alineaba primero con el bloque soviético y luego se unía al Pacto de Varsovia en 1955. Sin embargo, a fines de la década de 1980, el último líder soviético, Mijail Gorbachov, al frente de un país agotado por la carrera armamentista, se comprometió con una serie de concesiones unilaterales y desordenadas: aceptó la reunificación de Alemania y su adhesión a la OTAN sin obtener garantías escritas sobre la no expansión de la alianza occidental en Europa del Este. De este modo, el antiguo instrumento de seguridad sobrevivió a la Guerra Fría, y la Unión Europea, al expandirse, permaneció firmemente vinculada a Washington. Aunque en 1989 y 1990 se llegó a considerar por un momento la posibilidad de implementar un nuevo sistema de seguridad, no surgió ninguno alternativo tras la disolución de la URSS en 1991. Si bien el conflicto ruso-ucraniano tiene en parte su origen en esta oportunidad perdida, su resolución negociada está provocando una reconciliación ruso-estadounidense a espaldas de Europa.

    En Munich, el vicepresidente James David Vance incluso señaló una nueva dirección estratégica de Estados Unidos: “A Putin no le interesa ser el hermano menor en una coalición con China” (9). ¿Se trata del regreso a la estrategia de triangulación que había puesto en marcha el presidente estadounidense Richard Nixon en 1971 al acercarse al “hermano menor” (en ese entonces, China) para aislar mejor al enemigo principal (la URSS)? Si este es el “plan”, Trump tendrá dificultades para romper el eje Rusia-China. Pekín, si bien se molestó por el hecho consumado de la invasión rusa y le ha reprochado a Moscú su abuso de la amenaza nuclear, no le ha retirado su apoyo. China suministra de manera discreta tecnologías necesarias para el complejo militar-industrial ruso, al mismo tiempo que profundiza su cooperación militar con Moscú. Aunque desequilibrada, esta relación se basa en una fuerte frustración compartida respecto de un orden internacional dominado por Estados Unidos desde el final de la Guerra Fría.

    ¿Y Europa?… Europa se encuentra en la peor situación posible: ya debilitada por la crisis energética que ella misma provocó al renunciar –a petición de Washington– al gas ruso barato y pronto golpeada también por la guerra comercial decretada por la Casa Blanca, ahora se ve obligada a gestionar en soledad las consecuencias del revés occidental en Ucrania. Mientras la confrontación con Rusia alcanza un nivel incandescente y sus arsenales se han vaciado en favor de Kiev, Europa se prepara para aumentar de forma urgente su gasto militar, lo que implica comprar armamento estadounidense. Washington le exigía un “reparto de la carga” de la financiación de la alianza. Ahora la carga es doble: pagar la reconstrucción de Ucrania (que, a esta altura, Rusia deja de buena gana en manos de la Unión Europea) y, al mismo tiempo, asumir su propia seguridad. El gasto parece simplemente inasumible para los presupuestos europeos y augura nuevas divisiones.

    1. Benoît Bréville, “Liquidación electoral”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2025.
    2. Philippe Descamps, “Affoler la meute”, Le Monde diplomatique, París, febrero de 2025.
    3. “Ukraine support tracker”, Kiel Institute for the World, 2024.
    4. Samuel Charap y Sergueï Radchenko, “¿Podría haber terminado la guerra en Ucrania?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, julio de 2024. Volodimir Zelensky se esfuerza en negar el papel que habría desempeñado así Johnson; véase también Shaun Walker, “Zelensky rejects claim Boris Johnson talked him out of 2022 peace deal”, The Guardian, Londres, 12 de febrero de 2025.
    5. Véase, por ejemplo, “Soutenir l’Ukraine pour assurer la paix”, Le Monde diplomatique, 10 de enero de 2023.
    6. Alex Horton y John Hudson, “US intelligence says Ukraine will fail to meet offensive’s key goal”, The Washington Post, 17 de agosto de 2023.
    7. Hélène Richard, “Ucrania, una sociedad dividida por la guerra”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2023.
    8. Hélène Richard, “Sanciones de doble filo”, Le Monde diplomatique, noviembre de 2022.
    9. Bojan Pancevski y Alexander Ward, “Vance wields threat of sanctions, military action to push Putin into Ukraine deal”, The Wall Street Journal, Nueva York, 14 de febrero de 2025.

     

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