El invierno y el humo
La escena es breve pero brutal. En la nueva temporada de The Last of Us, el silencio de la nieve lo cubre todo: una blancura extrema —casi litúrgica— en la que la quietud parece promesa de paz. De pronto, del subsuelo congelado, brotan cuerpos infectados, monstruos agazapados bajo la pureza engañosa del paisaje.
Doce años después de la llegada de Jorge Mario Bergoglio al trono de Pedro, esa escena regresa como imagen incómoda. ¿Qué se oculta bajo la blancura del símbolo Francisco? ¿Qué monstruos agazapados no han sido nombrados, ni enfrentados, ni exorcizados por este papado que prometió renovación?
En 2013 escribí, también para Anfibia, que la Iglesia parecía ese borracho que busca las llaves no donde las perdió sino donde hay más luz. ¿Dónde buscó la Iglesia de Francisco sus respuestas?
Cuando Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa, en marzo de 2013, la Iglesia Católica atravesaba no solo una crisis interna sino un verdadero invierno civilizatorio. El desencanto con las grandes instituciones, el descrédito de los relatos salvíficos, la aceleración del tiempo digital y el colapso ecológico dibujaban un mundo que ya no buscaba respuestas en los altares. La jerarquía eclesiástica, atrapada entre su obsesión doctrinal y su incapacidad de escuchar el rumor del mundo, parecía ir perdiendo no sólo fieles, sino relevancia simbólica. En esa atmósfera de derrumbe, la figura de Francisco emergió como una promesa: un pastor que hablaba de misericordia, un jesuita que caminaba sin oropel, un argentino que traía el Sur al corazón de Roma. Pero la crisis no no cedió: los escándalos de encubrimiento siguen emergiendo, las juventudes abandonan los credos institucionales y el discurso eclesial parece cada vez más ajeno a los dilemas del presente.
Cuando Bergoglio fue elegido Papa, la Iglesia Católica atravesaba no solo una crisis interna sino un verdadero invierno civilizatorio. La figura de Francisco emergió como una promesa. Pero la Iglesia no es un solo hombre.
Conviene no caer en la trampa de las simplificaciones. La Iglesia católica no es un bloque homogéneo, sino un entramado denso de culturas, poderes, sensibilidades y resistencias. Conviven en ella quienes exigen reformas profundas y quienes sueñan con restauraciones litúrgicas decimonónicas; obispos que arriesgan el cuerpo junto a los pueblos y cardenales que blindan privilegios; curas de barrio que abren sus parroquias a las disidencias y jerarcas que aún niegan los abusos. Esas múltiples iglesias dentro de la Iglesia tensionan cualquier intento de transformación. El papado de Francisco ha navegado —a veces con astucia, a veces con titubeo— entre esas fuerzas contrapuestas. Y aún así no es él quien las inventó, ni quien podía desactivarlas por decreto. La Iglesia no es un solo hombre.
No sería justo decir que nada cambió. Francisco llegó a una institución devastada por el descrédito, corroída por los escándalos de abuso sexual, perdida entre intrigas curiales y desconectada de la calle. Enfrentó, desde el inicio, una resistencia feroz dentro del propio Vaticano: cardenales que lo desobedecen, medios católicos que lo acusan de hereje, sectores que aún sueñan con restauraciones litúrgicas y morales. Y aun así, logró abrir grietas. Cambió el tono: menos condena, más compasión. Cambió la geografía: puso a los márgenes en el centro, habló de migrantes, de la Amazonía, de la Tierra como casa común. Cambió, incluso, el rostro del papado: menos púrpura, más calle. Convirtió la palabra “misericordia” en bandera y se atrevió a incomodar al capital financiero y al extractivismo, al denunciar “la economía que mata”. Pero cada paso hacia adelante parece haber venido acompañado por una red de contención interna, una especie de freno eclesiástico que ralentiza o revierte el impulso transformador.
Poco antes de su elección, cuando aún Benedicto XVI era el Papa — renunció estando yo todavía en Roma— me hospedé en la Domus Internationalis Paulus VI, la misma residencia en el centro de la ciudad donde Jorge Mario Bergoglio pasó sus últimos días como cardenal antes de entrar al cónclave. Desde mi cuarto —una celda austera, casi monacal, con una ventana que dejaba entrar apenas el murmullo del Vaticano— me preguntaba, y aún me lo pregunto, por qué el Cardenal Gianfranco Ravasi me había invitado a dar la conferencia magistral en el Sínodo de la Cultura, que en esa edición estaba dedicado a la juventud. Qué lugar imaginaba para una antropóloga latinoamericana, mujer, crítica, en un espacio acostumbrado al monólogo clerical. En esos días, el aire estaba cargado de expectativa: se hablaba de renovación, de escuchar otras voces, de abrir las puertas a los márgenes. Era difícil no dejarse tocar por ese clima. Hoy, desde la distancia, me asalta una pregunta más difícil: ¿seguirá vigente ese impulso?, ¿qué fue lo que realmente se abrió y qué se volvió a cerrar con más fuerza?
Más allá de los muros vaticanos, las mujeres dejaron de esperar permiso. Teólogas, activistas, místicas, defensoras del territorio, madres que denuncian abusos, lesbianas católicas, religiosas feministas: todas ellas desbordan el molde eclesial.
Aunque Francisco impulsó gestos relevantes y cambios simbólicos que no deben minimizarse, queda a deber en temas cruciales. Tres asuntos, en particular, me parecen ineludibles si queremos pensar su pontificado más allá de la simpatía o el desencanto: el lugar de las mujeres en la Iglesia —sistemáticamente relegadas a funciones decorativas o asistenciales—; el silencio persistente del Vaticano frente a las violaciones de derechos humanos en regímenes como los de Cuba, Venezuela y Nicaragua; y, quizá más inquietante aún, la escasa reacción frente al crecimiento global de liderazgos autoritarios que reivindican una política de fuerza, castigo y supresión de derechos, muchas veces en nombre de valores cristianos.
La pregunta, ahora que llega a su fin con su pontificado, es cómo asumirá la Iglesia esos desafíos en un mundo cada vez más urgido de posiciones claras.
La Iglesia católica hizo de la mujer un ícono: madre, virgen, mártir, santa. La exaltó en los vitrales y la ha silenciado en los sínodos. Construyó una teología de la femineidad idealizada —misericordiosa pero obediente, amorosa pero sin voz— que le permite sostener una estructura profundamente patriarcal sin renunciar al gesto de la ternura. Francisco, con su tono pastoral, ha reiterado esa visión: el elogio constante a las “abuelas de la fe”, a las “madres que rezan”, a las “mujeres que sostienen la Iglesia”. Pero esa retórica no se tradujo, todavía, en una transformación profunda del poder eclesial. Aunque sería injusto no reconocer ciertos avances.
Bajo el pontificado de Francisco, mujeres laicas han sido nombradas por primera vez en puestos de responsabilidad en el Vaticano: desde 2021, la hermana Nathalie Becquart es subsecretaria del Sínodo de los Obispos —con voz y voto, un hecho inédito— y en 2022 el Papa nombró a tres mujeres en el Dicasterio para los Obispos. También se designó por primera vez a una mujer como gobernadora de la Ciudad del Vaticano y creció la presencia femenina en áreas estratégicas como la economía y la comunicación. En el reciente Sínodo, su participación aumentó significativamente, tanto en número como en funciones. Son señales importantes, sí, pero todavía excepcionales. Grietas en una estructura que se resiste a ceder el poder y que sigue entendiendo la participación de las mujeres como delegación, no como co-gobierno.
Pero más allá de los muros vaticanos, las mujeres dejaron de esperar permiso. Teólogas, activistas, místicas, defensoras del territorio, madres que denuncian abusos, lesbianas católicas, religiosas feministas: todas ellas desbordan el molde eclesial. No buscan ser incluidas como una concesión, sino cuestionar de raíz la teología del poder que sostiene la exclusión. Aquí no se trata de aplausos morales o reconocimientos simbólicos, lo que se requiere es una transformación política de fondo.
Recuerdo una imagen: Jueves Santo, cárcel de mujeres de Rebibbia, Roma. Francisco arrodillado, lavando los pies de las presas. Algunas lo miran con desconfianza, otras bajan los ojos, una llora en silencio. El gesto, profundamente humano, conmueve. Rompe la tradición —hasta entonces solo varones eran parte del rito— y abre una importante fisura. Pero luego la puerta se cierra, la ceremonia termina, las mujeres vuelven a sus celdas, y el poder eclesial regresa a su curso. La escena que resume el dilema: el Papa que toca los pies de las olvidadas, pero no les entrega la palabra. El gesto está ahí, indeleble; lo que falta es la transformación que lo haga durar.
La opción por la diplomacia silenciosa fue otra de las marcas del pontificado. En Cuba, Francisco fue clave en la mediación que permitió reanudar las relaciones con Estados Unidos y la liberación de presos políticos. Pero frente a las denuncias de represión, censura y persecución de disidencias prefirió el tono neutro, el llamado abstracto al diálogo. En Venezuela, incluso tras los informes demoledores de la ONU sobre violaciones sistemáticas de derechos humanos, no hubo condenas explícitas. En Nicaragua, donde el régimen de Daniel Ortega encarceló y luego expulsó a figuras religiosas, incluido el obispo Rolando Álvarez, el Papa apenas esbozó llamados genéricos a la paz. El riesgo de esta prudencia es alto: en un mundo hiperviolento, la omisión también habla.
El Papa lava los pies de las olvidadas, pero no les entrega la palabra.
Mientras el mundo se endurece, la palabra papal se ha vuelto más suave. En tiempos donde líderes como Trump, Bukele o Milei convierten la política en espectáculo punitivo, exaltan la violencia como virtud y erosionan derechos conquistados —especialmente los de mujeres, migrantes, disidentes y pueblos indígenas—, el silencio del Vaticano pesa. No es sólo omisión: es una renuncia a la dimensión profética del catolicismo, esa que alguna vez supo denunciar a los faraones de turno.
Francisco habló de justicia social, de cuidado del planeta, de una economía al servicio de la vida. Pero evitó confrontar, con nombre y apellido, a quienes instalan regímenes autoritarios que recortan libertades en nombre de valores cristianos o de una moral restauradora. La Iglesia, que podría ser un contrapeso ético, se repliega en gestos, mientras el poder se vuelve más brutal.En The Last of Us, bajo la nieve se oculta el peligro, la amenaza, la vida contaminada que aguarda su momento. En la Iglesia, quizá también algo late bajo la superficie: no el monstruo, sino el conflicto no resuelto, las preguntas sin pronunciar, las voces todavía silenciadas. El invierno civilizatorio sigue su curso. Bajo esa intemperie, la Iglesia católica navega entre tensiones irresueltas, silencios estratégicos y gestos que no siempre alcanzan. Y el humo —ese antiguo símbolo de continuidad— anunciará en los próximos días si la Iglesia que emerja de ese cónclave dará continuidad a lo empezado por Francisco o, por el contrario, optará por un repliegue: un retorno a formas más cerradas, jerárquicas y restauradoras. Una era de desafíos se asoma en el horizonte: con la muerte de Francisco, ¿se abrirá una nueva etapa o se clausurará, otra vez, el camino de lo posible?
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