El gobierno de Axel Kicillof denunció que la administración de Javier Milei le debe a la Provincia 12,1 billones de pesos, razón por la que hará una presentación ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación reclamando esos fondos.
Así lo adelantó este lunes el ministro de Gobierno Carlos Bianco que expuso que más de la mitad de esa deuda ($6,90 billones) se compone de obras públicas comprometidas y paralizadas por el Gobierno.
Ya en febrero, Gabriel Katopodis e intendentes del peronismo denunciaron al gobierno de Milei ante la Justicia por la falta de inversión y el consecuente deterioro de las rutas nacionales.
Ahora, la presentación será directo ante la Corte y agrupa todos los conceptos adeudados, en los que también se contempla la discontinuidad o retrasos de programas nacionales ($2,16 billones) y deudas directas por $3,04 billones.
“Se produjeron movimientos en causas similares que llevaron adelante otras provincias, pero no en la causa que en abril de 2024 presentó la Provincia de Buenos Aires”, dijo Bianco.
Por su parte, Katopodis denunció que en 2024 y el primer semestre de 2025 el Gobierno nacional recaudó 3,6 billones a través de impuestos que, por ley, deben ser destinados a obras de infraestructura y que, sin embargo, no fueron ejecutados para tal fin.
“En un año y medio destruyeron la infraestructura. Es muy sencillo destruirla, pero cuesta mucho volver a ponerla en condiciones. Nos va a salir muy caro”, dijo.
El ex presidente de Colombia, Álvaro Uribe, fue declarado culpable este lunes del delito de soborno en un caso de manipulación de testigos. Es el primer exmandatario colombiano en ser condenado penalmente.
El fallo fue dictado por la jueza 44 penal de Bogotá, Sandra Heredia, quien concluyó que hay elementos suficientes para condenar al exmandatario. “Las penas sería entre 6 y 12 años, pero hay factores de agravamiento y condiciones para que la pena se reduzca”, explicó a LPO una fuente que trabaja en la causa. “La condena la dará en agosto la juez y puede incluso no mandarlo a prisión”, agrega.
Desde que la investigación en su contra comenzó en 2018, Uribe se declaró inocente de todos los cargos. Mantuvo esa postura a lo largo del juicio, que duró 67 días y en el que se confrontó con el senador Iván Cepeda, del oficialista Pacto Histórico.
En 2012, Uribe había acusado a Cepeda de querer vincularlo con la creación de un grupo paramilitar -señalamiento que Cepeda rechazó-, pero la Corte Suprema de Colombia determinó que era Uribe quien debía ser investigado por la presunta manipulación de testigos.
Heredia también confirmó que el expresidente Álvaro Uribe Vélez incurrió en fraude procesal en el caso relacionado con los exparamilitares “El Tuso Sierra”, Carlos Enrique Vélez y Máximo Cuesta.
La jueza consideró que, a través de emisarios, se ofrecieron beneficios a personas privadas de la libertad con el objetivo de resultar favorecido en otros procesos que la justicia adelanta en su contra. Además, por manipular testigos para que vincularan al senador Iván Cepeda con hechos ilegales.
“Así que este evento de fraude procesal junto con los otros que han sido analizados con antelación ha quedado suficientemente probado y el análisis de la determinación y demás elementos de la conducta punible se analizará en conjunto respecto de las conductas punibles en la medida que conforme con el escrito de acusación fueron varios los documentos que se incorporaron posterior al pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia el 16 de febrero del 2018 que procedían por el mismo fin”, afirmó la jueza durante la lectura del fallo.
“Como puede observarse y luego la valoración individual de cada uno de los episodios imputados y acusados de fraude procesal, quedó demostrado más allá de duda razonable la materialidad de esta conducta en concurso homogéneo, en la medida que un fraude se ejecutó (…)”, señaló.
Como puede observarse y luego la valoración individual de cada uno de los episodios imputados y acusados de fraude procesal, quedó demostrado más allá de duda razonable la materialidad de esta conducta en concurso homogéneo, en la medida que un fraude se ejecutó
Alvaro Uribe gobernó Colombia de 2002 a 2010 con una política de fuerte confrontación con los grupos guerrilleros. Su política de mano dura dio paso a la militarización de la política de seguridad pero trajo un tendal de denuncias por violación a los derechos humanos.
Además, Uribe fue el hombre fuerte de la política colombiana durante las dos décadas siguientes a su salida del poder. Fue él quien impulsó a Juan Manuel Santos, su ex ministro de Defensa que gobernó de 2010 a 2018 y con quien luego se distanció por impulsar el proceso de paz con las FARC y luego a Ivan Duque en 2018. Recién en 2022 un candidato de su fuerza no logró meterse en el balotaje.
El único delito del expresidente colombiano Uribe ha sido luchar incansablemente y defender su patria
Ahora, su partido Centro Democrático, es el principal opositor a Gustavo Petro y tiene chances de volver al poder en las elecciones del año que viene.
Con la confirmación de la condena, Marco Rubio, se expresó en favor del ex presidente. El jefe de la diplomacia estadounidense calificó el juicio como una “instrumentalización del poder judicial colombiano por parte de jueces radicales” que “ha sentado un precedente preocupante”. “El único delito del expresidente colombiano Uribe ha sido luchar incansablemente y defender su patria”, afirmó Rubio en un mensaje a través de su cuenta de X.
Esta postura del Departamento de Estado abre la sospecha sobre una posible represalia de Washington en línea con lo que tiene respecto de Brasil y el juicio contra Bolsonaro, donde Trump anunció la implementación del 50 por ciento de aranceles desde el viernes.
Desde arriba, la manifestación parece un solo cuerpo. El dron capta una masa que avanza: banderas, cantos, pancartas que ondean con ritmo casi coreográfico. Pero abajo, en el suelo, la escena es otra. Las columnas se organizan con precisión. Algunas se delimitan con sogas gruesas; otras, con brazos entrelazados que marcan con fuerza quién está adentro y quién queda fuera. La cuerda no es símbolo: es práctica política, frontera física, estrategia de orden. También es afecto: sujeción mutua, decisión de avanzar juntas.
Cuando leí Sin padre, sin marido y sin Estado. Feministas de las nuevas derechas, de Melina Vázquez y Carolina Spataro (Siglo XXI, 2025), esa imagen, la de la soga, me atravesó. No solo por su potencia visual, sino por lo que condensa: un modo de habitar lo político, de organizar un nosotras, de disputar el espacio público. Como antropóloga, como investigadora de las formas de lo común, supe que estaba ante un trabajo que exigía lectura atenta, crítica y sin prejuicios. Porque mirar desde la distancia, como el dron, puede hacernos creer que todo es homogéneo. Pero mirar de cerca, con el cuerpo, permite ver las tensiones, los gestos, las fisuras que sostienen —o quiebran— una marcha, unos deseos, unas búsquedas.
En tiempos donde el feminismo se fragmenta, se disputa y se estetiza, Vázquez y Spataro se toman el trabajo —incómodo, absolutamente necesario— de entrar a ese adentro. No para moralizar ni para caricaturizar, sino para escuchar, comprender y tensar nuestras propias certezas. Y lo hacen con algo que escasea: una etnografía rigurosa, lúcida, que incomoda sin caer en la trampa del exotismo ni del didactismo. Un trabajo que se arriesga a mirar el reverso de la historia reciente del feminismo argentino y a registrar un fenómeno que buena parte del progresismo ha preferido negar, subestimar o ridiculizar.
Mirar de cerca, con el cuerpo, permite ver las tensiones, los gestos, las fisuras que sostienen —o quiebran— una marcha, unos deseos, unas búsquedas.
La investigación se basa en 47 entrevistas en profundidad realizadas entre 2024 y 2025 a mujeres autodenominadas feministas liberales. Y en una etnografía digital y presencial que incluyó la participación observante en marchas, eventos partidarios, encuentros feministas y espacios de formación política. El trabajo articula materiales discursivos, visuales y de redes sociales, lo que le otorga una densidad analítica poco frecuente en el abordaje de las nuevas derechas.
Las autoras se aproximan sin ironía a un universo que incomoda a muchas y muchos. Hay algo profundamente valiente —teórica, metodológica y políticamente— en ese entrar con cuidado, sin guantes blancos pero también sin piedras en los bolsillos. Lo hacen sabiendo que las preguntas que surgen —¿ellas también son feministas?, ¿cómo pueden militar por un proyecto político que las despoja de derechos?, ¿no es esto una impostura peligrosa?— no se responden con slogans, sino con trabajo de campo, escucha situada y lectura fina de las condiciones materiales, simbólicas y afectivas que las convocan.
Uno de los hallazgos más provocadores del libro es la reconstrucción del decálogo del feminismo liberal. No se trata de un manifiesto único, sino de una serie de principios que circulan en powerpoints, flyers, portfolios, grupos de WhatsApp y fundaciones asociadas al pensamiento libertario. A primera vista, el decálogo parece un listado simple: igualdad ante la ley, rechazo a la victimización, elogio de la autonomía, condena de la violencia “en todas sus formas”, defensa del mérito, confianza en el mercado como aliado para la emancipación. Pero esa simpleza es engañosa: cada punto enuncia, en realidad, un desacuerdo con los feminismos hegemónicos. Una forma de responderles.
Estas mujeres —sobre todo las más jóvenes— no sólo se reconocen como hijas de la primera ola feminista que reivindicó los derechos civiles, sino que afirman que “el feminismo nació liberal” y que “la izquierda nos robó las banderas”. Así reescriben el linaje. No buscan volver al pasado, sino reubicarlo como origen legítimo para disputar el presente. En esa operación, el decálogo funciona como herramienta de identificación, pero también como frontera: distingue a las verdaderas mujeres libres de las zurdas colectivistas. A veces con un dejo de provocación; otras, con un deseo genuino de construir un espacio propio en el que no tengan que elegir entre la economía y el feminismo, entre la libertad individual y la lucha por la equidad.
Entre los múltiples aportes de Sin padre, sin marido y sin Estado, uno sobresale por su urgencia y sus implicaciones: devolverle densidad y espesor humano a un sujeto político que el progresismo prefirió mirar de reojo o reducir al meme. Porque eso es, también, lo que han sido muchas de estas mujeres en el espacio público: una caricatura.
Circula en redes una imagen feroz bajo el título “Novia libertaria”. Una figura femenina de vestido largo, rubia, sin tatuajes, con una lista de atributos que van desde “te cocina lo que le pedís” hasta “lee a Rothbard” o “prefiere el sexo anal”. Se trata de un meme cruel que mezcla cosificación, burla, desprecio estético y disciplinamiento ideológico. En un solo golpe visual, la imagen niega a estas mujeres su condición de sujetas políticas: las convierte en objeto de risa, en pasiva compañía, en anomalía.
Me sorprendió lo mucho que circula este tipo de contenido. En orden de interacciones destaca TikTok, luego Instagram y finalmente X. Algunas publicaciones alcanzan miles de interacciones. Se difunden en cuentas que se identifican con el feminismo popular o la sátira política, pero también en espacios más amplios que no distinguen entre crítica y humillación. El resultado es el mismo: estas mujeres no existen sino como una parodia, un estereotipo. Y todo lo que su diferencia podría incomodar —su articulación entre autonomía, antiperonismo, liberalismo económico y cierta narrativa feminista— queda enterrado bajo el escarnio digital. Esta forma de ridiculización no sólo clausura el pensamiento: erosiona las condiciones para imaginar una atmósfera donde podamos, colectivamente, respirar. No contribuye a reactivar ese cuerpo social imprescindible para articular crítica y propuesta, resistencia y proyecto, afecto y disputa. Un cuerpo capaz de sostener la diferencia sin reducirla al enemigo, de abrir paso a un horizonte donde pensar los futuros aún sea posible.
Vázquez y Spataro hacen lo opuesto. No parten del escándalo ni del juicio moral, sino de una decisión política y metodológica: mirar con atención lo que incomoda. Reconstruyen trayectorias, afectos, tensiones generacionales, contradicciones internas. Leen sus documentos, sus debates, sus decálogos. Y sobre todo, las escuchan. No para celebrar lo que dicen —ni falta haría—, sino para que dejen de ser un ruido de fondo y se vuelvan parte del paisaje complejo de nuestras democracias rotas que urge entender.
Saben leer con atención discursos, gestos, silencios, incomodidades. Lo sitúan. Lo entienden como parte de un proceso más amplio de hibridación ideológica, donde el liberalismo se estetiza, el feminismo se fragmenta y las nuevas derechas amplían su capacidad de interpelación. Esa lectura es incómoda porque nos recuerda que los adversarios no son estúpidos, ni todos iguales, ni siempre manipulados. Algunas de estas mujeres tienen lecturas sofisticadas, trayectoria política, agencia plena. No son satélites de varones poderosos. Están organizadas. Y no van a desaparecer por arte de indignación.
No parten del escándalo ni del juicio moral, sino de una decisión política y metodológica: mirar con atención lo que incomoda. Reconstruyen trayectorias, afectos, tensiones generacionales, contradicciones internas.
Uno de los méritos más notables del libro es no tratar a estas mujeres como un bloque homogéneo. A contrapelo del sentido común que las agrupa bajo etiquetas como tradwives, conservadoras o fachas con glitter, las autoras despliegan una cartografía generacional que ilumina matices, conflictos y trayectorias diferenciadas.
Las señoras liberales, muchas de clase alta, formadas en entornos conservadores, provienen de familias donde fueron educadas para ser madres y esposas. En ellas, la militancia liberal aparece como una forma de rebeldía tardía, de afirmación individual frente a roles asignados. Algunas militaron en la vieja UCeDé —la Unión del Centro Democrático, partido fundado en 1982 por Álvaro Alsogaray y considerado uno de los primeros vehículos del neoliberalismo argentino, defensor del libre mercado, la desregulación y la reducción del Estado—; otras vieron con entusiasmo el ascenso del menemismo y luego del macrismo. En su mayoría no se autodefinen como feministas, prefieren el término femeninas, y su presencia en el espacio público suele ser más institucional.
Las de la generación intermedia, en cambio, se forjaron al calor de las discusiones abiertas por el Ni Una Menos, el Me Too y la expansión de los feminismos mediáticos. Son las que se desencantaron con el macrismo por no cumplir con la promesa de achicar el Estado, y muchas de ellas hoy gravitan en torno a la actual ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Se identifican con la defensa del mérito y con una idea de empoderamiento ligada al emprendimiento, la autonomía económica y la ocupación de lugares históricamente vedados para las mujeres en el mercado y la política.
Y están, por último, las pibas: veinteañeras que entraron a la política durante la pandemia, formadas en redes sociales, en la estética de los memes y en la lógica de la batalla cultural. Muchas de ellas pasaron por escuelas donde se implementó la Educación Sexual Integral (ESI), una política pública argentina instaurada en 2006 que garantiza contenidos sobre sexualidad, género, vínculos, consentimiento y derechos en todos los niveles educativos. Para quienes no son de Argentina: la ESI es uno de los blancos principales de la derecha libertaria, que la acusa de promover una supuesta “ideología de género”. Algunas de estas jóvenes, que recibieron esa formación en sus años escolares, hoy la critican como adoctrinamiento estatal. La paradoja es reveladora.
Este entrelazamiento generacional no está exento de tensiones. Las más grandes se incomodan con las formas y las consignas de las jóvenes. Las más chicas miran con distancia las estrategias institucionales de las mayores. Pero todas comparten algo: el deseo de construir un cuarto propio dentro de un universo político dominado por varones, donde también deben dar la batalla por el reconocimiento.
Pero todas comparten algo: el deseo de construir un cuarto propio dentro de un universo político dominado por varones, donde también deben dar la batalla por el reconocimiento.
Leer este libro valiente me sacudió profundamente. Mi historia como antropóloga, como investigadora de la cultura, de los miedos y de las juventudes ha estado marcada por los aprendizajes que me regaló Argentina. A lo largo de los años, impartí clases en distintas universidades del país, levanté etnografías, escribí, caminé sus calles y tejí amistades entrañables que han resistido los vendavales que hoy tensionan el horizonte contemporáneo. Por eso, celebro el gesto de Melina Vázquez y Carolina Spataro no sólo como una apuesta arriesgada y necesaria, sino como un ejercicio de lucidez que revela con claridad la complejidad que habita —y desborda— las categorías de izquierda y derecha. Un libro que, sin concesiones ni caricaturas, se atreve a mirar de frente lo que muchos prefieren no ver.
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