Un río no nace de la nada ni acaba en la nada. Tiene voluntad, fuerza y destino. Quienes lo defienden también.
Preámbulo: ríos vivos, ríos muertos
―Aquí hubo un peladito que se murió por esa agua. Ese niño tomó agua sucia y después se murió
―Y también la niña de por allá.
―Ya acá van como tres muchachitos que se murieron por eso.
―Ah, y la hija de una señora de por acá también se murió por el agua. A esa niña decían que se le caían los pedazos de piel, horrible, como si tuviera lepra.
Las voces de las mujeres se superponían unas a otras para contar las historias de los niños que, al parecer, habían muerto después de meterse al agua sucia de los canales y arroyos que rodean algunas zonas rurales del municipio de María la Baja en la región conocida como los Montes de María.
Ese día, una mañana caliente de 2023, visitaba por primera vez la comunidad de Suprema, uno de los muchos caseríos del área rural de María la Baja. Suprema: el lugar que por mucho tiempo no tuvo nombre, ni censo, ni ubicación en el mapa.
Julián* era el único hombre en la reunión. Llevaba pantalones negros de sudadera gastados en las rodillas que se amontonaban en sus botas de caucho. Nada cubría su pecho, solo una camiseta blanca colgada en el hombro, que usa de vez en cuando para hacerse camino entre la hierba o espantar a los mosquitos. Acababa de llegar de trabajar en la parcela que comparte con otras familias que viven en Suprema. Estábamos todos sentados en unos pequeños pedazos de llanta clavadas en la tierra. Al lado, la única manifestación evidente del Estado: un aviso que anunciaba “Zona WiFi”. La esposa de Julián, Emilia*, no se sentó. Se quedó de pie, atenta a si su padre enfermo la necesitaba o si sus nietos pequeños se salían de la casa.
No sería la última vez que escucharía sobre los niños muertos por el río. Es una historia que se repite cada tanto, un relato para mostrar a extraños, como yo, la magnitud de la contaminación.
Esa agua es la que enferma a los niños, me han dicho varias veces.
Quienes viven en Suprema y zonas cercanas dicen que este canal nunca es el mismo. Todo depende de la época del año. Si se mira cuando riegan el cloruro de potasio, el magnesio, el bórax o el calphos sobre el monocultivo de palma, ubicado tan solo unos metros al sur de los hogares de cientos de familias, el río será indistinguible del verde de las montañas, oscuro y espeso, como si guardara todos los secretos de la naturaleza.
El agua, si se la toma, vaya pa’l baño inmediatamente. Eso tiene una nata roja a veces, eso no se veía antes. Allá en el verano todo el mundo iba a coger su agua por allá por la palma. Esa nata roja son los insumos, me dijo en ese momento Julián.
Si se mira en otro momento, el arroyo se verá más ligero, de un tono más claro que imita el color de la arena. Y así, por temporadas, se va transformando. Dicen que a veces mata y a veces no.
Hay algo de este cambio que llama la atención. En todo el proceso, el canal de agua no se mueve. No es caudaloso, no tiene corriente. Por el contrario, está quieto, como si el agua estuviera atrapada hace mucho, tratando de salir.
Además de la contaminación que los habitantes atribuyen a los insumos de la palma, el agua en las veredas de María la Baja se ve afectada por la ausencia de un buen sistema de acueducto. Para Julián, uno de los mayores problemas es que las aguas que contienen desechos de humanos y animales se terminan mezclando con el agua que llega a las familias. Dice que esto sucede porque, en sus palabras, el agua camina. La gente no sabe eso, no les gusta aceptarlo, pero el agua es la misma por debajo, toda la misma. Si por un lado hay desechos y por el otro lado agua limpia, algún día se van a encontrar, ¿sí me entiende? Todo está conectado.
Julián hace parte de la Mesa del Agua, una organización dedicada a la defensa de las fuentes hídricas en Montes de María. Junto con los líderes sociales de otras comunidades, lleva años trabajando para mejorar el acceso y la calidad del agua en Montes de María.
Cuando le pregunté si el agua siempre fue así, me respondió con un gesto de negación. Cuando yo era niño, yo visitaba la represa, yo siempre pasaba por allá cuando iba con mi papá a la parcela. Era clarito, era un río vivo. También, si uno necesitaba agua, abría un ojito en cualquier lugar y salía agüita limpia. Esa era agua viva. La de acá ya está muerta.
Nacimiento
Un río nace de muchas formas: del goteo de un glaciar, de la ruina de un nevado o del desbordamiento de un lago. Acá, en Montes de María, el agua nace de la tierra. Cuando llueve, se filtra al interior de la alta montaña por medio de los resquicios de las rocas. Hace un hogar en el subsuelo y espera un tiempo para volver a salir. Cuando está lista, cae.
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El nacimiento de la Mesa del Agua no se puede contar sin referirse antes a la llegada de los monocultivos a Montes de María. Quien mirase esta región desde arriba se llevaría varias sorpresas. La primera es que, pese a su nombre, las montañas no son lo primero que se ve. Hay que afinar el ojo y buscarlas entre la bruma. Lentamente, ciertos picos, donde se riega el sol, irán apareciendo. La segunda es que hay un paisaje quizás más imponente que cualquier monte, algo que inmediatamente jala la mirada. Se trata de los cientos de hectáreas de monocultivos, especialmente de palma africana, o palma de aceite, que han invadido el suelo del Caribe colombiano. Aunque su magnitud da la impresión de haber nacido junto a las montañas, de estar ahí desde siempre, se trata de una especie nueva, un vecino incómodo que poco a poco se fue comiendo todo a su paso.
Para existir y crecer, la palma de aceite necesita temperaturas entre los 27ºC y los 35ºC, riqueza orgánica del suelo, un nivel de humedad preciso y, sobre todo, abundante agua. Montes de María, una tierra que se extiende sobre el Caribe colombiano, cumple con todas estas características e incluso es conocida como uno de los ecosistemas más privilegiados de la región. Su mezcla entre bosque seco y bosque húmedo tropical, la fertilidad de los suelos y los nacimientos de agua que dan lugar a más de 1.349 zonas de humedales hicieron de este lugar un destino perfecto para la expansión de la palma y otros monocultivos.
Acá crece lo que usted siembre, escuché alguna vez de alguien que se sentía orgullo a la vez que se lamentaba de haber nacido en la tierra que todo lo da.
La riqueza de estos suelos ha sido también su maldición.
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Tener mucho es también perder mucho. Eso cree Catalina*, líder comunitaria y otra de las integrantes de la Mesa del Agua. Acá tenemos toda el agua pero no tenemos nada. ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo nos dejamos robar así?, se pregunta a sí misma mientras pela el ñame, un tubérculo de clima cálido, para después ponerlo a hervir, suavizarlo, sazonarlo y servirlo con arroz y carne.
Catalina ronda los cincuenta años y vive en otro corregimiento de María la Baja. Su rostro no da pistas de su edad. Sí sus ojos. Y sus manos. Callosas y secas, parecen haber forjado muchos mundos. Cuando la conocí, charlamos en su lavadero mientras restregaba con fuerza el montón de ropa de su familia. El lugar en el que lava, así como su casa, lo construyó ella misma, ladrillo a ladrillo, teja por teja. Fueron sus manos, también, las que labraron el pequeño cultivo de hortalizas que tiene detrás del lavadero y, junto a muchas otras, la carretera que pasa frente a su casa. Nosotras mismas hicimos esa carretera. Si nos hubiéramos quedado esperando, acá seguiríamos.
Catalina tiene una mirada que es común aquí. El tipo de mirada que ya no parece sorprenderse con nada, que quizás ha visto demasiado y ahora solo busca limpiarse, botar por los ojos todo eso que le sobra.
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¿Cómo y por qué nació la Mesa del Agua? Entre 2006 y 2010, varios de los campesinos desplazados por la violencia empezaron a retornar a Montes de María. Volvieron, sin embargo, a un hogar que ya no era suyo. Sin tierra, sin agua y en comunidades fracturadas.
Yo recuerdo la primera vez que me di cuenta de lo que la palma le había hecho a este lugar, dice Catalina.
Una madrugada, hace años, mientras daba una caminata, notó un color inusual en la represa que solía visitar. Olía fuerte, como a químico, un olor feo, feo. Ese día se quedó pensando ¿qué pasó con el agua? Si esto estaba lleno de peces, si eso era clarito. Volvió cada semana, como de costumbre, y cada vez la escena empeoraba. En una de esas visitas, vio el agua negra a lo lejos y, a medida que se acercaba, empezó a notar pequeñas figuras flotantes. Eran decenas de peces muertos tendidos sobre la superficie. Pronto descubrió que los agroquímicos que necesita la palma para crecer estaban llegando a los ríos y fuentes de agua cercanas, contaminándolas y matando todo rastro de vida a su paso. Tanta palma hay que es que incluso ya se metieron a los ríos de las comunidades, ya hay palma en los ríos, dice Catalina.
Con el paso del tiempo, Catalina empezó a notar que lo mismo sucedía en otras comunidades cercanas. En cada uno de estos lugares, había líderes y grupos que ya estaban emprendiendo acciones para responder a la gran pregunta: ¿Qué pasó con nuestra agua? Entre la llegada de los monocultivos y la ausencia histórica de infraestructura pública, la respuesta a esta pregunta siempre será más difícil de lo que parece.
La privatización y contaminación del agua es, de muchas formas, el reflejo de una mala gestión del gobierno local y de una historia de desprotección a las comunidades rurales. En la mayoría de municipios de Montes de María no hay un acueducto que llegue a las zonas rurales. Muchas de las cabeceras municipales utilizan fosas sépticas y las veredas más alejadas reciben agua que proviene de fuentes hídricas que no tienen tratamiento para hacerla potable. Es un agua que no es agua, un agua “cruda”, como la llaman algunos.
Con el apoyo de la coalición OPDS (Organizaciones de Población Desplazada, Étnica y Campesina) y la Corporación Desarrollo Solidario, dos organizaciones que articulan redes y comunidades campesinas en Montes de María, se fundó la Mesa del Agua. Oscar*, uno de los primeros miembros, insiste en que esta Mesa es solo la continuación de una larga lucha por el derecho al agua. Antes se hacía de una manera un poco aislada, se estaba dando en otras comunidades, en muchas más. Todos veníamos luchando por lo mismo, pero de forma desarticulada.
La movilización no era nueva para gente como Oscar o Catalina. Todos los fundadores eran parte de organizaciones o esfuerzos colectivos en sus corregimientos, de modo que la Mesa no era más que una manera de formalizar esos esfuerzos que llevaban años anclados a las comunidades campesinas. Catalina, por ejemplo, tiene una trayectoria de más de veinte años en múltiples procesos barriales, organizaciones de mujeres y grupos de líderes rurales. Lo que hizo la Mesa, más que crear un movimiento, es darle una unidad, un nombre y una forma a acciones que llevaban años ejecutándose de manera invisible.
Con el tiempo, la Mesa llegó a reunir más de doce organizaciones y comunidades, convirtiéndose en una de las mayores redes de defensa del medio ambiente a nivel local. Debido a la cantidad de procesos involucrados, se decidió crear un “grupo dinamizador”, donde líderes de cada una de estas organizaciones y comunidades participan en la toma de decisiones. Esta estructura le ha permitido a la Mesa participar en acciones de protesta, articular a las organizaciones ambientales de distintas veredas y tener una voz activa en las negociaciones con el Estado o gremios empresariales. Ha sido un camino importante, nada fácil. Yo siempre he intentado estar ahí, dándole, pero a veces es difícil. Ahí vamos.
Catalina recuerda dos grandes logros.
El primero, en 2019, cuando la Mesa pactó un acuerdo con el sector arrocero para proteger algunos puntos del distrito de riego. En sus palabras, fue de esos momentos en los que se vio que hicimos algo. El segundo, también en 2019, cuando miembros de la Mesa y de otras organizaciones campesinas decidieron cerrar las compuertas de un distrito de riego como acto de protesta. Si ellos no podían tener agua, la palma tampoco.
Estos dos eventos quizás se sintieron como logros después de años de lidiar con lo que algunos consideran un fracaso: la sentencia de 2014, el hito que se ha sentido como la mayor victoria y el mayor fracaso. Debido a los ríos secos y el agua contaminada, la comunidad de Suprema forjó alianzas con organizaciones nacionales para presentar una demanda contra el Estado por la vulneración de su derecho al agua. En julio de 2014, el Tribunal Administrativo de Bolívar emitió una sentencia en la que ordenaba a la alcaldía suministrar agua potable y limpia a las veredas que lo necesitaran.
―Después de la sentencia, pasaron como dos años en los que llegaba un camión lleno de agua y acá se repartía.
―Qué vas a decir que dos años, eso fueron unos mesecitos y ya.
―Yo ya ni me acuerdo, ese camión nunca volvió y pa’ mí es como si no hubiera existido.
Curso alto
Cuando el agua empieza su recorrido, debe escoger por qué montaña bajar. Después de eso, cruzará invicta, se le abrirá el paso y el monte la escupirá al otro lado.
En el río cabe todo y todo se va con él.
En su recorrido, se enredan en el agua los mitos que les cuentan a las niñas antes de dormir. Además de los arroyos, la única que puede cruzar el monte es María de las Montañas Arzusa, una guerrera indígena que solía transitar por la selva con su perro negro. Recorrió todos los rincones, no se asentó en ninguno. Por eso esta tierra lleva su nombre: los Montes de María.
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Era una noche sin alumbrado público ni luces en la carretera. Tampoco había luna. Una oscuridad profunda fue lo que muchos recuerdan del 29 de octubre de 2018, cuando a las dos de la mañana decidieron dejar sus casas y unirse a una caminata pacífica. Aunque la Mesa del Agua no era uno de los organizadores, muchos de sus integrantes se unieron para apoyar la marcha. Según el comunicado publicado días antes de esta protesta, el objetivo era caminar hasta la Gobernación de Bolívar para exigir el cumplimiento de acuerdos pactados años atrás con las comunidades rurales de la región.
Marchaban con varios reclamos, desde derechos de las mujeres hasta reparación a víctimas del conflicto armado y la calidad del agua. Esa madrugada, los marchantes salieron con hijos, nietos y pancartas enormes. Los seguían muchachos en bicicleta y algún conductor que se ofreció a llevar a las mujeres mayores en su combi. Habitantes de distintos corregimientos se iban encontrando en la troncal para caminar hacia la gobernación, después de pasar semanas sin agua ni luz.
En medio de la caminata, varios tuvieron que parar para descansar, tomar agua y consolar a los niños que lloraban porque les dolían los pies. Fueron 65 kilómetros en 16 horas de caminata.
Julián y su familia suelen hablar con frecuencia de la marcha. Se trata de un evento que se menciona cada tanto en conversaciones y que parece guardar un lugar especial en su memoria y en la de Emilia, su esposa.
Para Julián, por ejemplo, significó una lucha por el cumplimiento de la sentencia. Pese a que la caminata a la gobernación reunía múltiples causas y la Mesa no la conducía, Julián enfatiza que allá fuimos sobre todo a pedir el cumplimiento de la sentencia y a pedir agua limpia para las comunidades.
Cuando llegaron, Julián recuerda que el gobernador prometió llevar agua y reparar la luz en varias comunidades rurales de María la Baja.
La luz volvió días después. El agua aún la están esperando.
Emilia, la mujer de piel brillante y sonrisa impoluta, la que a pesar de sus casi cincuenta años mantiene un gesto inocente en su rostro, recuerda que ese 29 de octubre llevó, junto con otras mujeres de su vereda, ollas llenas de comida para asegurarse de que todas las personas se alimentaran durante el trayecto. Más allá del contenido de los carteles, de las arengas o de los temas que se reclamaban, Emilia recuerda ese como un momento que rompió su rutina, pues no suele salir mucho de su casa, mucho menos a un lugar tan lejano como la gobernación, ubicada a la entrada de la ciudad de Cartagena. En ese momento tuvo que llevar a sus hijos y recuerda que muchas mujeres debieron hacer lo mismo. Me fui con los niños pequeños (…) ellos se cansaban y entonces tocaba subirnos en moto o en bus para avanzar (…) pero claro, fue una experiencia bonita.
Curso medio
Cuando se estabiliza, se dice que un río está en el curso medio. Su cauce y su caudal se ensanchan, dándole al agua más poder para moverse.
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Hace años, la comunidad rural de Camarón, en la alta montaña de los Montes de María, se vio en una situación crítica: el agua no llegaba y se enfrentaban a una gran sequía.
Sin agua no hay nada, no hay comida, no hay pa’ cultivar, nada.
Sin agua, sin comida y sin sostenimiento, en uno de los veranos más retadores que recordaban, la comunidad inició la construcción de un acueducto comunitario. Varios líderes rurales fueron desde sus veredas hasta Camarón para ayudar en el desarrollo del acueducto.
Camarón es un espacio de tránsito para muchos. Lo que queda entre un municipio y otro, un punto entre algo y otro algo. Para pocos, una comunidad de pocas familias, Camarón es el mundo entero. ¿Puede existir algo más allá de esa selva que ocupa todos los rincones de la mirada?
Para hacer el acueducto, debe subirse la montaña y cavar la tierra hasta encontrar el agua subterránea. Cuando se asoma un ojo de agua, es necesario seguir cavando para expandirlo hasta tener un pequeño pozo. Después de comprobar que tenga una buena profundidad, se sumergen las mangueras para que, con ayuda de la gravedad, el agua se transporte a los tanques, donde se conserva y se distribuye a los hogares mediante baldes o mangueras más pequeñas.
La mejor forma de identificar estos pozos enterrados es estar atentos a si la tierra llora. Cuando en el suelo húmedo se hace un pequeño hoyo y sale un chorrito de agua, ahí es. Agua limpia es agua llorada. Mira cómo llora esa orilla de allá, son puras lágrimas dice un habitante de Camarón en un video publicado en Youtube. Lo dice mirando a la cámara con la frente goteando sudor. Toma una taza, la pone debajo de las lágrimas, la llena y se la toma.
Aunque el acueducto ha tenido sus retos, especialmente en épocas de sequía y por los obstáculos que implica mantener el agua libre de mosquitos, basura o desechos, ha permitido a la comunidad de Camarón darse su propio sustento mientras se cumplen las promesas de la alcaldía y la gobernación. El acueducto no es suficiente para abastecer a los patios productivos o parcelas de los pequeños campesinos. Sin embargo, en los últimos años ha permitido compartir un agua de panela en la mañana, lavar las mazorcas para hacer envueltos de maíz, disfrutar de un baño antes de dormir, limpiar una herida o refrescar la garganta mientras, en una hamaca, se espera la llegada de las lluvias de octubre.
Curso bajo
Acercándose a un destino, el río baja su corriente y velocidad. Invisible ante los ojos de muchos, persiste.
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Un grupo de mujeres, casi en fila, camina sosteniendo baldes de agua. A veces descalzas, a veces en chanclas, pero siempre con un perfecto manejo del equilibrio. El recorrido toma al menos una hora, dependiendo de dónde haya agua limpia. Si se tiene suerte, algún pozo se habrá llenado con la tormenta de la noche anterior o habrá llegado el camión que cada tanto se encarga de traer agua. Si no es así, el recorrido se hace hasta alguna montaña, o hasta donde se entrevea una superficie acuosa. La mayoría de las mujeres hacen este camino varias veces a la semana. Si tienen hijos e hijas adolescentes, mejor. Más baldes por cabeza. Las madres de recién nacidos deben ir todos los días. Si un mosquito se posa sobre el balde de agua o si le cae algún pedazo de comida, no es mayor problema para un adulto, pero al parecer lo es para un bebé. Los bebés solo se bañan con agua nueva, escuché algunas veces.
Hay veces que a los hombres no les importa tanto el agua porque solo se bañan y se van a trabajar y ya… Pero nosotras nos quedamos acá y tenemos que hacer todo con el agua. Bañar a los niños, cocinar, bañarnos nosotras. Por eso creo que somos más conscientes de eso, dice Emilia, quien hoy, como todos los días, debe estar pendiente de su padre, quien está enfermo y depende de sus cuidados para vivir. Madruga a las 4 a recoger el agua, cuando su familia aún duerme y nadie la necesita. Al volver, su esposo, ya despierto, sale a trabajar en la parcela. Emilia descarga los baldes de agua y los distribuye en pequeñas cubetas entre la cocina y el baño. Debe alcanzar para dos días, al menos para cocinar y bañarse. ¿La loza y la ropa? Eso se puede hacer en el canal.
Camina con Julián hasta la parcela, a una media hora de su casa, y recoge algo de su cosecha para preparar el almuerzo. Vuelve a la casa y alista el uniforme de los niños. A cada camisa, tres en total, Emilia les plancha el cuello con almidón. Se sienta por un momento, toma aire y escucha los sonidos de su padre al despertar. Se levanta. Ahora sí, dice. Ahora sí comienza la jornada.
La rutina de Emilia se repite en cada hogar ubicado en zonas rurales. Las mujeres, en su mayoría, son quienes deben encontrar el agua limpia, recogerla, distribuirla y hervirla si es necesario.
Si todos aquí estamos preocupados por el agua, ¿por qué no todos nos hacemos cargo de conseguirla? Mucha lucha y mucha reunión por allá, pero en el día a día, las que hacemos todo para llevar agua a nuestros hogares somos nosotras. Emilia y sus vecinas han intentado tener conversaciones con los hombres de la comunidad para hacerlos conscientes de la inequitativa carga en la gestión del agua. Una de ellas le muestra todos los días a su esposo su hombro dislocado, producto de cargar baldes pesados con tanta frecuencia. Mira, el agua que tú te tomas es por esto. Sin embargo, ninguna ha visto un cambio drástico en la forma como se divide este trabajo.
Al preguntarle a Emilia si pertenece a la Mesa del Agua, me responde que ella se siente parte. Casi no ha asistido a reuniones, ni hace parte del grupo dinamizador. Su labor diaria por el agua y su experiencia vital en su comunidad parecen ser suficientes razones.
El espíritu de la Mesa no se agota en un líder, una marcha o una reunión. Esta coalición existe para representar a las comunidades sin agua y, en ese sentido, lo que se haga allí, en la minucia del actuar diario, es una extensión de su trabajo.
Los días en que el canal toma un color más claro son los días de descanso para Emilia y sus vecinas. Ya no toca caminar kilómetros. Solo basta con ir, llevar la ropa y los platos, lavarlos allí, y devolverse a la casa. A veces, sin embargo, las lavadas se extienden. Las amigas se encuentran, meten los pies al agua, chapotean, hablan. Si hace mucho calor, se meten al agua. Por un momento, al sumergir la cabeza, no hay otra realidad más allá de esa. No existe la palma, ni el balde pesado de agua, ni un padre enfermo. Solo una corriente que acaricia el cabello.
Estiaje
Se sabe que los ríos eran grandes repositorios de cuerpos. Después de alguna masacre o ante una desaparición, el río más cercano al hecho era el primer lugar de búsqueda. Dicen que, en época de sequía, cuando el río estaba en su nivel más bajo, era normal que oliera a carne podrida, como los animales muertos de la carretera, o a metal, como una mano después de agarrar monedas.
Si no llueve, el río se apaga. A ese bajo caudal se le llama estiaje.
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Desde 2018, dicen algunos, otros dicen que desde 2021, grupos armados ilegales nacidos de las cenizas de organizaciones paramilitares han tenido una presencia sostenida en algunos municipios de la zona. Para muchos de sus habitantes, esto es solo una continuación de una guerra que nunca terminó. Para otros, sin embargo, estos grupos simbolizan una nueva etapa en la historia de conflicto, una que muchos aún no entienden del todo.
Muchos de los integrantes de estos nuevos grupos son parte de las mismas comunidades. Son vecinos, hijos, nietos o hermanos de alguien. Viven allá, se visten como los demás, van a las ferias y fiestas. Por esa razón, nunca se dice el nombre de este grupo en voz alta. Se susurra o se dice como quien cuenta un secreto. Se habla de ellos con una seña hacia la montaña, donde en los noventa se resguardaban los campamentos guerrilleros y paramilitares.
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Es agosto de 2023 y voy a visitar a Catalina. Está sentada en su patio, con unas chanclas rosadas llenas de polvo y un camisón morado. Ha pasado más de un año desde que se declaró un paro armado de dos semanas en varias regiones del país, incluyendo Montes de María. El paro consistió en ordenar un toque de queda absoluto en todos los municipios. Ningún carro podía pasar por las carreteras después de cierta hora y nadie podía salir de su casa, a menos que lo hiciera en horarios específicos para comprar comida o medicinas.
Este paro demostró una autoridad que, hasta ese momento, permanecía aún velada. Yo llevaba diciendo desde hace años que esa gente estaba acá y a mí nadie me creía. El año pasado usaron ese paro para intimidarme y tratar de callarme, dice Catalina.
Cuando el paro terminó oficialmente, dos miembros de un grupo armado llegaron a la cuadra de la casa de Catalina. Parquearon la 4×4 en su puerta. Caminaron un rato y, después de unos minutos, anunciaron que el paro se extendía, no para todo el pueblo, sino únicamente para esa cuadra, la cuadra de Catalina. Por las noches, después de unos tragos, paseaban la camioneta de lado a lado y hacían relinchar las llantas contra el suelo.
Catalina estuvo encerrada más tiempo que los demás habitantes de su corregimiento. Cada mañana, les pasaba a los hombres el desayuno y el café. Se daban los buenos días y ella volvía a su patio. Desde allá, a veces sus ojos se cruzaban con los de ellos y, en medio del encierro, compartían una mirada.
Desembocadura
El destino de un río es el mar.
Al llegar al estuario, el río no muere, solo aprende a ser otra cosa.
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Catalina ha tratado de ser menos visible. Y no es la única. Me explicó que uno de los líderes más prominentes de la Mesa no había vuelto a aparecer nunca más. A ese señor quién sabe qué le hicieron, él era un miembro activo de esto y ya nunca volvió, desde hace años no va… Él participa en otros procesos, pero en este no, no en la Mesa del Agua.
En los últimos años, me cuentan algunos líderes de la región, la Mesa ha estado más quieta que de costumbre. Cada tanto, hay una breve comunicación entre los miembros del grupo principal. Un mensaje de Whatsapp, un archivo reenviado, una reacción en un chat grupal. Algunos prefieren mantener un perfil bajo, otros simplemente están cansados.
¿Significa eso que la Mesa está desapareciendo?
Pese a todo, Catalina sigue asistiendo a las reuniones de su barrio, está en contacto con otras organizaciones y redes aliadas de la región. Sigue visitando las represas, maravillándose con el agua de su tierra, reuniéndose con líderes y funcionarios. Cuando alguien necesita de ella, sus puertas se mantienen abiertas.
Las mujeres de las veredas rurales de María la Baja siguen gestionando el agua para su comunidad. Poco a poco, se reconocen a sí mismas como defensoras del agua y levantan a una nueva generación para que conozca y proteja las fuentes de vida.
Los habitantes de Camarón siguen inventándose su acueducto cada día. Con líos, con angustias, siempre a la espera de la lluvia para que la montaña siga llorando.
Quizás la mayor potencia de la Mesa del Agua es que nadie depende de ella para ser y hacer. Puede vaciarse, bajar su corriente y volverse a llenar. Su base, sólida, la precede y la excede. Se mantiene a pesar de ella.
*Los nombres de los personajes de esta crónica, así como otros detalles, han sido modificados para garantizar la anonimidad.
La entrada Agua limpia es agua llorada se publicó primero en Revista Anfibia.