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DÍA DEL SOMMELIER: “SIN VOCACIÓN DE SERVICIO NO SE PUEDE SER SOMMELIER”

En su día, el día del SOMMELIER, Facu Gagliano nos acerca esta columna donde nos explica que es ser un sommelier profesional y cuáles son sus funciones y objetivos. También nos cuenta un poco de historia.

Junio es importante para los sommeliers del mundo, ya que el día 3 se celebra internacionalmente el “día mundial del sommelier”. Precisamente ese día en 1969 se crea l’Association de la SommellerieInternationale (ASI), la mayor entidad que nuclea a los sommelier a nivel mundial y de la cual la Asociación Argentina de Sommelier (AAS) es miembro desde 2001.

Pero…¿qué es y qué hace un sommelier?

Si nos remontamos a los inicios, sommelier viene de la derivación de la palabra francesa “animaux de somme” que se le atribuía al nombre del animal que se utilizaba en la edad media para transportar la comida y la bebida de los nobles y reyes, cada vez que emprendían un viaje. Le llamaban, “sommier” o “sommerier”, a la persona que se encargaba de la carga, descarga y cuidado del cargamento transportado y que con el correr de los tiempos, tantos sus funciones como su nombre fueron evolucionando hasta llegar a lo que es hoy en día un “Sommelier”.

En la actualidad un sommelier es la persona que se ocupa del correcto servicio del vino, como así también del cuidado de este; asesora al cliente sobre posibles maridajes; en pocas palabras el sommelier vela por la hospitalidad del comensal o huésped, y esa es su misión principal. No obstante debido a sus estudios y conocimientos, no solamente de vinos, sino también de otras bebidas (destilados, infusiones, licores, cervezas), alimentos (quesos, chocolates, cocina en general), puros, entre otros; la figura del sommelier trasciende el restaurant o la vinoteca y le permite además poder desarrollarse en la parte turística y comunicacional de la industria, ofrecer catas, realizar presentaciones y/o degustaciones en distintos ámbitos, además puede ejercer la docencia, educando a consumidores o nuevos profesionales del oficio, escribir, ser critico gastronómico y asesor/consultor.

Para poder realizar todo eso, el Sommelier, debe haber cursado y aprobado la carrera de Sommelier (mínimo 2 años).  El Sommelier es el profesional de la sommellerie. Y para ser profesional, aplica a todas las profesiones existentes, hay que cumplir con dos requisitos claves. El oficio y la profesionalidad.

El oficio se obtiene con la dedicación y el trabajo constante en el área, en el ámbito del sommelier es vital y esencial el servicio, sin vocación de servicio no se puede ser Sommelier. A pensamiento personal, y coincidiendo con grandes referentes del oficio a nivel mundial, un sommelier sin desarrollo en el área de servicios, no es sommelier es solo una persona que sabe de vinos y bebidas. Debido a eso en los mundiales de Sommelier (sí, sí, hay mundiales) e instancias previas, como así también en las más exigentes certificaciones internacionales; se evalúa el correcto manejo del participante en el servicio.

La profesionalidad se obtiene al estudiar y fruto de ese estudio,aprobar los exámenes correspondientes para así recibir el tan deseado título de Sommelier, pero no de un simple curso de 6 o 12 meses, sino de una carrera que mínimamente tenga una duración de 2 años, que además de ver temas relacionados al vino y restantes bebidas, eduque sobre conocimientos enológicos, químicos, geográficos y técnicos, formación histórica y cultural e indudablemente en servicio y en cata técnicade vinos y bebidas, además debe estar actualizado de todas las novedades que se produzcan en el ámbito, tanto a nivel local como internacional.

Sin el oficio o la profesión, no se podría considerar uno como profesional. Hoy día, lamentablemente, al no existir un control, algunos lugares, que hacen un mal uso y abuso del término Sommelier con fines netamente comerciales, emiten certificaciones mediante cursos precarios a nivel académico y le hacen creer a sus participantes que obtienen un título que sinceramente no corresponde ni aplica. Y así nacen los “trucheliers”, tengan cuidado con ellos, ya que son personajes no profesionales que por cuestiones lucrativas dicen ser Sommelier pero claramente no lo son.

Espero que con esto ya tengan herramientas suficientes para diferenciar entre un profesional de la sommellerie a uno que no lo es, como así también si desea ingresar en esta hermosa profesión, recurrir a institutos académicas serios que le brinden una buena y confiable educación y formación.

Este 3 de junio les deseo un muy feliz día a todos los colegas profesionales Sommeliers, que cotidianamente, respetan, valoran y honran a la sommellerie.
Salud!!!

Por Facundo Gagliano – Sommelier Internacional
@Cu4trodecopa

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  • ¡Viva la universidad, carajo!

     

    Quizás desde siempre, pero seguro desde la recuperación de la democracia en 1983, la universidad transitó momentos de crisis. Oleadas de ajuste, transformaciones en la ley que la rige, intentos de arancelamiento, ahogos presupuestarios. Una serie de fechas coincidentes con acciones de lucha marcan su condición precaria, siempre amenazada, pero también el saber de la fortaleza que se forja en la resistencia.

    Pero nunca desde entonces se la hostigó como ahora. Nunca se la acusó de perseguir a quienes piensan distinto, ni mucho menos de ejercer una educación monológica y acrítica. Como en un juego de espejos, hoy el perseguidor acusa al perseguido y quien dice “verla”, poseer una verdad revelada, adjudica al otro profesar un dogma en el seno de sus claustros.

    ¿Qué se juega cuando está en juego la continuidad de la universidad? Ensayemos una respuesta en cinco pasos que afirman y desarman, en su discurrir, una tesis. Se trata de una práctica más o menos habitual para quienes hacemos de la docencia no solo un trabajo sino también una forma de vida.

    No es tu universidad, es el sistema

    Cuando algo que nos cobija y atraviesa pende de un hilo solemos reaccionar defensivamente. Buscamos razones, más o menos objetivas, para destacar el valor de aquello que está en riesgo y exponerlo como algo relativamente mejor de lo que produce el vecino. Nos enredamos entonces en discusiones sobre las ventajas objetivas de invertir en tal o cual centro (carrera, programa o Universidad), apelamos a métricas, buscamos números que respalden la eficiencia de los desempeños observados. 

    Creemos que ese tipo de argumentos y datos -necesarios, sin duda- podrán inclinar un poco la balanza en favor de lo “nuestro”. Y quizás en una coyuntura distinta eso tenga valor y deba ser expuesto. Más aún, tal vez nos debamos esos balances de largo aliento de cara a la sociedad. No estaría de más realizar un ejercicio crítico y autorreflexivo de todo lo que las universidades hicimos bien y de aquello en lo que fallamos.

    Claro, en ese ejercicio no deberían desestimarse los pesos y responsabilidades desiguales que condicionan y exceden el funcionamiento de la propia universidad. No está de más decirlo: la universidad hace de la autonomía su bandera porque nunca fue ni puede ser completamente autónoma. No solo por motivos de índole financiera, presupuestaria, sino también y sobre todo, porque trabaja -voluntaria e involuntariamente- con los sujetos, las creencias, los rituales, los prejuicios, las convicciones e ideologías que alumbra la sociedad de la que ella como institución y sus integrantes como miembros formamos parte. La fragmentación interna, la atomización, el carácter parcial de alguno de sus reclamos, un celo excesivo por lo que hacen “los otros” y la adhesión a veces acrítica a la lógica de la competencia, son un síntoma de esa pertenencia histórico-social.  

    No estaría de más realizar un ejercicio crítico y autorreflexivo de todo lo que las universidades hicimos bien y de aquello en lo que fallamos.

    El ejercicio crítico en estos casos es doble: el ingreso a sus pasillos supone lidiar no solo con esas cargas y apegos ideológico afectivos que vienen con los estudiantes sino también con aquellos que pesan sobre quienes ejercemos la docencia, ninguno ajeno a los de la propia institución (y de la sociedad). Un título docente te habilita para lidiar con fragmentos de mundos y objetos soportados en un saber que encuentra validez en una comunidad de expertos y pares, pero no así con todo “lo otro” que irrumpe en pasillos y aulas.

    Menos aún se nos prepara para relacionarnos con interlocutores para los cuales estos argumentos son prescindentes, a quienes las razones los tienen sin cuidado porque custodian un dios, el mercado, que es ciego y sordo a las sustancias socioéticas y los órdenes normativos (legales y morales) que nos orientan. Cuando esos órdenes están interdictos, la defensa de cada una de las instituciones en juego (por separado y respaldada en datos) se vacía de sentido. No solo porque no son las buenas o malas razones de su existencia lo que es objeto de juicio, sino porque no es esta o aquella institución la que se abisma sino el sistema. 

    En un tiempo fuera de quicio, que se sustrae al juicio crítico-reflexivo, se yergue el peor de los fantasmas: la eliminación, la clausura, el fin del sistema universitario todo. En este escenario debemos enfrentarnos a algo que no sabemos hacer: confrontar con quien desestima las razones (argumentos) de los otros para convencerlo de que no solo tenemos razones sino que además ellas son muy valiosas. Lo que se rifa en ese ida y vuelta perverso no es solo el sistema universitario sino un sistema de creencias que desde la modernidad organiza nuestras prácticas: la racionalidad o, bien, la razonabilidad. 

    En un tiempo fuera de quicio, que se sustrae al juicio crítico-reflexivo, se yergue el peor de los fantasmas: la eliminación, la clausura, el fin del sistema universitario todo.

    Eso que ocurre, que nos ocurre, le sucede a todos quienes se ven ahogados financieramente, desasistidos institucionalmente o desde el punto de vista sanitario, asfixiados presupuestariamente, despedidos de sus lugares de trabajo, desamparados. El lugar que deja vacante la razonabilidad lo ocupa la crueldad.

    No es el sistema, es el derecho

    Si acordamos con la idea de que no es esta o aquella o mi universidad la que está en jaque sino el sistema universitario junto a otros sistemas (de salud, de ciencia -básica y aplicada, de retaguardia y avanzada- del campo del cuidado y la reproducción, de la seguridad y la protección social), podemos ahora desdecirnos parcialmente y afirmar que tampoco, en rigor, es el sistema el que está siendo asediado sino una serie de derechos conquistados a partir de años y años de trabajo y de lucha: el que nos toca es el derecho a la educación, pero solo podemos levantarlo en un concierto de derechos afectados, cuidando que cada afectación no se cargue la dignidad ni el deseo de seguir sosteniendolos. 

    En coyunturas de crisis, como la que atravesamos, solemos caer con facilidad en la tentación de la jerarquía, de establecer la prioridad de un derecho sobre otros en un escenario de escasez en disputa. ¿Los recursos son escasos o la redistribución es deficiente? En un país desigual, donde pocos tienen mucho y muchos muy poco, no parece haber un problema de “escasez” sino de brutal injusticia.  

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    En esta serie de ataques a los derechos se trata de horadar un deseo y un opaco saber: el de participar de la cosa común, pública, que habilita la experiencia de ese saber siempre en fuga. El saber que se aprende cuando se conversa, se pierde tiempo, se escucha anécdotas, se lee en voz alta, se asiste a reuniones, se está con y junto a otres. 

    Ese saber no puede decirse más que en impersonal porque lo que se produce en ese entre no reside en ninguna de las partes del diálogo ni en algún tercer lado sino en ese encuentro que se genera entre quienes habitamos con pasión un mismo espacio, y una misma vocación, colmado, a su vez, por las generaciones pasadas que imaginaron a las futuras. 

    En rigor, no es el sistema el que está siendo asediado sino una serie de derechos conquistados a partir de años y años de trabajo y de lucha.

    Quizás es ese saberse con otros, ese saber que juntos se piensa, se vive y se siente mejor, el que está siendo atacado. Ese saber de la limitación de cada individuo aislado, de su carácter fragmentario, de su prematuridad, de su deuda histórica con quienes le antecedieron en el tiempo y de su complicidad responsable con los que están por venir. La tarea de la universidad es también la de recordar ese saber. 

    No es el saber, es la igualdad

    Cuando se ataca ese resistido saber se atenta contra aquello que nos iguala en tanto seres humanos: nuestra vulnerabilidad y común exposición a los otros, en el sentido de la muerte pero también del deseo, como decía Butler. No solo somos iguales en inteligencia, iguales en dignidad, sino también en precariedad. Asumir ese registro de la igualdad forma parte de la tarea colectiva, del saber acumulado, del derecho habido, del sistema construido. 

    Sin esa asunción no podríamos realizar aquella otra crítica: si bien todos somos precarios, esa precariedad está desigualmente distribuida en nuestra población. No todos estamos igualmente expuestos al daño, a la exclusión, a la muerte violenta. 

    Quienes han ocupado en la historia una posición subordinada en el campo del dinero, del poder, o del saber corren, sin duda, peor suerte. Reconocer la igualdad (en esos distintos niveles) y hacer de ella una cuestión es tarea de la universidad; una tarea tanto más urgente en una coyuntura que hace de la desigualdad el resultado legítimo de una “justa” competencia entre individuos.

    No es la igualdad, es la libertad

    Insistamos: no es tan solo ese sabernos iguales, precarios, interdependientes en sentidos múltiples lo que está en juego sino y, en último término (aunque no en última instancia) aquello que nos hace libres: el conocer nuestras determinaciones para anteponer entre ellas y el impulso animal un pensamiento, un concepto, un valor, una mediación. 

    Y, como intentamos demostrar hasta aquí, eso solo es posible colectivamente al amparo de instituciones que velen por la verdad de aquello que nos determina y puedan delimitar aquello que, más allá de cualquier esfuerzo individual o colectivo, cae por fuera de las posibilidades de control. Son estas instancias las que producen autonomía subjetiva y capacidad de autogobierno. 

    Sin universidades, sin derechos, sin saber, sin igualdad, no hay libertad. Sin libertad no hay autonomía, sin sujetos autónomos no hay democracias. ¡Viva la universidad, viva la libertad!

    La entrada ¡Viva la universidad, carajo! se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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