¿Quiénes cuidan a las niñas que cuidan?
¿Qué es cuidar? Cuidar es sostener, lavar, alimentar, cobijar, acompañar, acariciar, planificar, ahorrar, comprar, pagar, consolar y mimar. Todos estos verbos tejen los lenguajes de los cuidados, esos actos que demuestran la interdependencia que a lo largo de la vida todos tenemos e intercambiamos, unos con otros. Se sostienen con saberes y también con gestos. Es el corazón de quienes cuidan, quizás, lo que distingue a la humanidad. “En un mundo que descuida, el cuidado es revolucionario”, venía diciendo Eleonor Faur, socióloga, y su tesis se hizo carne y políticas públicas cuando en pandemia el tema salió del closet, emergió de las profundidades familiares y reveló que nadie se cuida en soledad.
“El cuidado sin afecto no es eficiente” y “Eso que llaman amor es trabajo no pago”, señalaron entonces los hashtags para luego repensar: bueno, sí, no todo es mercancía y en ciertos casos puede ser amor. Aciertan. ¿A veces, también, es trabajo infantil? En Argentina, siete de cada diez adolescentes se ocupan de las tareas domésticas y de cuidados en sus hogares, según el Perfil de País 2024 de ONU Mujeres. Lavar platos, tender camas, levantar juguetes y cuidar hermanos es, sobre todo para ellas, una actividad tan cotidiana como scrollear Instagram o repasar para una prueba. Sus pares varones no se quedan atrás: cinco de cada diez también se ocupan de estas tareas de manera precoz, sobre todo cuando viven en hogares monomarentales o las personas adultas pasan muchas horas fuera de la casa. ¿Cómo estudiar mientras toca hacerse cargo todas las tardes de un hermano? ¿Qué deseo de jugar queda en pie si hay que atender a un bebé? ¿Cómo vivir una infancia plena cargando con preocupaciones y responsabilidades de grandes? ¿Ser mamá es parte de un imaginario futuro incluso si maternar es una experiencia real durante la adolescencia?
Valeria va a la escuela, cursa segundo año de un secundario en un pueblo de Salta. En su tiempo libre, es la encargada de alimentar a las mascotas de la casa, vende comida en la plaza, cuida a nenas y nenes del barrio, sean hijos de vecinas o sobrinitos. Les prepara la merienda, los entretiene, sopla narices, lava las tazas, barre las migas, baja el volumen de la tele, separa peleas y consuela berrinches. Así logra juntar plata propia.
Cuando tenía 14 años, algo impensado marcó su vida para siempre: su hermana de dos años, diagnosticada con epilepsia, murió. Ni la enfermedad le había podido borrar la vitalidad, y así la recuerda Valeria, sonriendo. En ese tiempo de duelo, Valeria perdió las ganas de comer y hasta el impulso por hablar. Sentía que ya no iba a tener a nadie con quien compartir. Todo fue oscuro, nada fue importante. Tampoco notó el atraso en su ciclo menstrual. Una tarde, se tropezó jugando al fútbol. Se cayó al piso, y en el golpe sintió un dolor extremo en la espalda. Hizo cuentas. Recordó fechas. Hilvanó salidas y recuerdos. Pensó que sí, quizás, estaba embarazada.
Su hijo ya tiene dos años. A veces la acompaña a la escuela. Quedar embarazada a los 14 no le pareció extraño: sus primas pasaron por eso en una edad similar, pero abortaron. Valeria sabía que tenía esa opción, pero siguió adelante porque extrañaba esa sensación de compañía que le daba su hermana, la beba con la que posaba frente al espejo jugando a la mamá. Cuando vio las dos rayitas, pensó:
—Capaz me lo manda ella para que yo no esté sola.
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La maternidad es tema recurrente de la literatura, el cine, el arte, la ciencia. Hablar de una madre en el mundo occidental supone hablar de bondad, dulzura, abnegación y amor infinito. “Nadie podría sobrevivir sin los cuidados imprescindibles en períodos precisos como la infancia, la vejez, en condiciones de discapacidad, enfermedad o eventos traumáticos”, escribe la psicóloga comunitaria Elena de la Aldea en su libro Cuidados en tiempos de descuido. En el corazón de los cuidados están esos gestos, movimientos y mandatos espontáneos, apenas perceptibles, que recién empiezan a incluirse en los programas institucionales y previsiones económicas. “Ese gesto nos deja entrar en el tiempo del otro sin hacer ruido, casi de puntillas.”
No es lo mismo ser madre adolescente en Salta que ser madre treintañera en CABA. ¿Qué pasa cuando la maternidad transcurre en la juventud o la niñez? ¿Qué estereotipos pesan? ¿Cómo se cuida una infancia si recién se está saliendo de la propia? Pero hay algo que ellas sí tienen en común. La maternidad es un territorio en disputa: entre el deseo y la obligación, el amor y la frustración, ejercerla implica estar atravesada de mandatos y estructuras que tienen que ver con la cultura, no con la biología.
En la periferia del mundo industrializado existe una dialéctica entre nacimiento y muerte, entre supervivencia y pérdida. En su libro La muerte sin llanto, la antropóloga estadounidense Nancy Scheper-Hugues desarrolla una investigación de principios de los noventa. Entonces, se instaló en el nordeste brasileño para indagar las altas tasas de muerte infantil. No eran las muertes lo que la sorprendían: la indigencia podría explicar las enfermedades de las infancias. Indagó en la naturalización de esas muertes por parte de las jóvenes madres que sentían cierta paz luego de perder a sus hijos enfermos. ¿Qué hacía que la muerte pareciera algo tan pequeño? La exposición a tanta pérdida no había petrificado el corazón de esas mujeres. “La muerte aparecía como una opción ante la imposibilidad de la vida.”
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Luciana tenía 14 años cuando se fue de su casa, donde convivía con su mamá, cuatro hermanos y su padrastro, después de padecer muchas discusiones con él. “Yo sentía que no era parte de ahí, y me fui. Siempre eran peleas”. Un año después, quedó embarazada. Vivió con el padre de su hijo, que recién cumplía los 18. Otro año después, ya no se sentía parte de esa pareja, por las adicciones de él. Desde entonces alquila una pieza donde vive con su bebé. Algunas veces lo cruza en la escuela donde ambos estudian. Desde que se separó, él no volvió a ver a su hijo ni a pasarle plata. Su único ingreso es la Asignación Universal por Hijo. Cría sin cuota alimentaria, como el 56 por ciento de las mujeres madres, según el informe de ONU Mujeres.
Las paredes de madera que alojan a Luciana y a su hijo los hacen tiritar en invierno y transpirar de más en verano. “La casa está medio desarmada”, explica. En la parte de adelante del terreno vive la dueña. Luciana la ayuda a cocinar, hace mate, lava y cuida la casa cuando la señora no está.

A los 13 años, Luciana tuvo que dejar la escuela técnica: imposible comprar los materiales que les pedían. Tres años después, cuando su bebé aprendía a caminar, retomó los estudios, en otra escuela. Ahí puede ir con él.
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Blanca está sentada junto con su nueva mejor amiga. Tiene 16 años y Guadalupe, 19. Las dos son madres, sus bebés están con ellas, los entretienen mientras charlan antes de la próxima clase. Son compañeras del secundario. En sus mochilas también hay mamaderas, juguetes y mantitas.
Sus adolescencias están atravesadas por la maternidad pero no dejaron de cursar nunca. Si alguna vez les falta plata para comprar pañales, sus profesores las ayudan. Los días que tienen pruebas, ellos las reemplazan: acunan y mecen los cochecitos. Les dan abrigo. La escuela aloja sus vidas, otras pedagogías, no solo sus trayectorias educativas.
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Valeria, Luciana, Blanca y Guadalupe compartieron sus historias de vida, junto a otras adolescentes, para darles cuerpo a las estadísticas. Sus testimonios son parte del Estudio sobre trayectorias, experiencias y significados en torno al embarazo temprano no intencional en la adolescencia en la Provincia de Salta, una iniciativa del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) en Argentina. Cada una con su singularidad, hilvanaron vivencias y sentimientos. Entre otros ejes de investigación, el Estudio sobre trayectorias… indaga sobre las responsabilidades domésticas y de cuidado de las que se hacen cargo, de forma precoz.
Anabel Fernández Prieto es Oficial de Programas de UNFPA. Estuvo en los orígenes de esta investigación. En ese entonces, junto al equipo integrado también por las investigadoras salteñas Andrea Flores y Gabriela Ferro, se encontraron con las cifras de la tasa de fecundidad adolescente temprana y las rodearon de preguntas. Pensaron diversas hipótesis, siempre con el objetivo de impactar en la transformación social.
“¿Qué estará pasando que no logramos ver?”, se preguntaron. Ocupadas en conocer las historias detrás de los datos, formaron equipo. Fue vital que las académicas de la Universidad Nacional de Salta encabezaran de manera situada el contacto con las jóvenes.
¿Dónde están las jóvenes madres? ¿Por qué es tan difícil llegar a ellas a través, por ejemplo, de pediatras, la iglesia o las ONG? Cuando parecía imposible ubicarlas, las encontraron en las escuelas.
—Son casi la única institución que tracciona para que ellas sostengan su trayectoria educativa. Es el lugar donde hay un vínculo diario y cercano.
En el mapa de los cuidados se tiene en cuenta quién los brinda y quién los recibe, y también los principales escenarios donde suceden: se cuida en la familia, se cuida en el barrio, en la comunidad, en las instituciones públicas y en las privadas. Pero, ¿quién enseña a cuidar? No hay estatuto docente que forme para hacer upa a hijos de estudiantes. Ni norma institucional que sugiera armar una vaquita para comprar pañales.
La escuela es un lugar donde lo humano no se relativiza: existe. Es una caja de resonancia de infinitas experiencias personales. Las jóvenes que son mamás siguen necesitando cuidados, y no pierden ese lugar, pero sí se transforma.
Otra vez, un aula. Y una escena que adoran las investigadoras que trabajan por incidir en las políticas de cuidados. Que pasó hace muchos años, pero no importa. Al frente de la clase, la antropóloga Margaret Mead.
—Profesora, ¿cuál fue el primer signo de civilización humana?
Todos esperaban que hablara de la aparición del primer anzuelo, de la piedra afilada o el uso del fuego. Pero no. Todo comenzó con un fémur fracturado que fue sanado. Todo empezó con alguien que eligió quedarse con la persona herida, inmobilizarla, protegerla, acercarle agua, alimento y afecto. Alguien cuidó.
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