¡Viva la universidad, carajo!

 

Quizás desde siempre, pero seguro desde la recuperación de la democracia en 1983, la universidad transitó momentos de crisis. Oleadas de ajuste, transformaciones en la ley que la rige, intentos de arancelamiento, ahogos presupuestarios. Una serie de fechas coincidentes con acciones de lucha marcan su condición precaria, siempre amenazada, pero también el saber de la fortaleza que se forja en la resistencia.

Pero nunca desde entonces se la hostigó como ahora. Nunca se la acusó de perseguir a quienes piensan distinto, ni mucho menos de ejercer una educación monológica y acrítica. Como en un juego de espejos, hoy el perseguidor acusa al perseguido y quien dice “verla”, poseer una verdad revelada, adjudica al otro profesar un dogma en el seno de sus claustros.

¿Qué se juega cuando está en juego la continuidad de la universidad? Ensayemos una respuesta en cinco pasos que afirman y desarman, en su discurrir, una tesis. Se trata de una práctica más o menos habitual para quienes hacemos de la docencia no solo un trabajo sino también una forma de vida.

No es tu universidad, es el sistema

Cuando algo que nos cobija y atraviesa pende de un hilo solemos reaccionar defensivamente. Buscamos razones, más o menos objetivas, para destacar el valor de aquello que está en riesgo y exponerlo como algo relativamente mejor de lo que produce el vecino. Nos enredamos entonces en discusiones sobre las ventajas objetivas de invertir en tal o cual centro (carrera, programa o Universidad), apelamos a métricas, buscamos números que respalden la eficiencia de los desempeños observados. 

Creemos que ese tipo de argumentos y datos -necesarios, sin duda- podrán inclinar un poco la balanza en favor de lo “nuestro”. Y quizás en una coyuntura distinta eso tenga valor y deba ser expuesto. Más aún, tal vez nos debamos esos balances de largo aliento de cara a la sociedad. No estaría de más realizar un ejercicio crítico y autorreflexivo de todo lo que las universidades hicimos bien y de aquello en lo que fallamos.

Claro, en ese ejercicio no deberían desestimarse los pesos y responsabilidades desiguales que condicionan y exceden el funcionamiento de la propia universidad. No está de más decirlo: la universidad hace de la autonomía su bandera porque nunca fue ni puede ser completamente autónoma. No solo por motivos de índole financiera, presupuestaria, sino también y sobre todo, porque trabaja -voluntaria e involuntariamente- con los sujetos, las creencias, los rituales, los prejuicios, las convicciones e ideologías que alumbra la sociedad de la que ella como institución y sus integrantes como miembros formamos parte. La fragmentación interna, la atomización, el carácter parcial de alguno de sus reclamos, un celo excesivo por lo que hacen “los otros” y la adhesión a veces acrítica a la lógica de la competencia, son un síntoma de esa pertenencia histórico-social.  

No estaría de más realizar un ejercicio crítico y autorreflexivo de todo lo que las universidades hicimos bien y de aquello en lo que fallamos.

El ejercicio crítico en estos casos es doble: el ingreso a sus pasillos supone lidiar no solo con esas cargas y apegos ideológico afectivos que vienen con los estudiantes sino también con aquellos que pesan sobre quienes ejercemos la docencia, ninguno ajeno a los de la propia institución (y de la sociedad). Un título docente te habilita para lidiar con fragmentos de mundos y objetos soportados en un saber que encuentra validez en una comunidad de expertos y pares, pero no así con todo “lo otro” que irrumpe en pasillos y aulas.

Menos aún se nos prepara para relacionarnos con interlocutores para los cuales estos argumentos son prescindentes, a quienes las razones los tienen sin cuidado porque custodian un dios, el mercado, que es ciego y sordo a las sustancias socioéticas y los órdenes normativos (legales y morales) que nos orientan. Cuando esos órdenes están interdictos, la defensa de cada una de las instituciones en juego (por separado y respaldada en datos) se vacía de sentido. No solo porque no son las buenas o malas razones de su existencia lo que es objeto de juicio, sino porque no es esta o aquella institución la que se abisma sino el sistema. 

En un tiempo fuera de quicio, que se sustrae al juicio crítico-reflexivo, se yergue el peor de los fantasmas: la eliminación, la clausura, el fin del sistema universitario todo. En este escenario debemos enfrentarnos a algo que no sabemos hacer: confrontar con quien desestima las razones (argumentos) de los otros para convencerlo de que no solo tenemos razones sino que además ellas son muy valiosas. Lo que se rifa en ese ida y vuelta perverso no es solo el sistema universitario sino un sistema de creencias que desde la modernidad organiza nuestras prácticas: la racionalidad o, bien, la razonabilidad. 

En un tiempo fuera de quicio, que se sustrae al juicio crítico-reflexivo, se yergue el peor de los fantasmas: la eliminación, la clausura, el fin del sistema universitario todo.

Eso que ocurre, que nos ocurre, le sucede a todos quienes se ven ahogados financieramente, desasistidos institucionalmente o desde el punto de vista sanitario, asfixiados presupuestariamente, despedidos de sus lugares de trabajo, desamparados. El lugar que deja vacante la razonabilidad lo ocupa la crueldad.

No es el sistema, es el derecho

Si acordamos con la idea de que no es esta o aquella o mi universidad la que está en jaque sino el sistema universitario junto a otros sistemas (de salud, de ciencia -básica y aplicada, de retaguardia y avanzada- del campo del cuidado y la reproducción, de la seguridad y la protección social), podemos ahora desdecirnos parcialmente y afirmar que tampoco, en rigor, es el sistema el que está siendo asediado sino una serie de derechos conquistados a partir de años y años de trabajo y de lucha: el que nos toca es el derecho a la educación, pero solo podemos levantarlo en un concierto de derechos afectados, cuidando que cada afectación no se cargue la dignidad ni el deseo de seguir sosteniendolos. 

En coyunturas de crisis, como la que atravesamos, solemos caer con facilidad en la tentación de la jerarquía, de establecer la prioridad de un derecho sobre otros en un escenario de escasez en disputa. ¿Los recursos son escasos o la redistribución es deficiente? En un país desigual, donde pocos tienen mucho y muchos muy poco, no parece haber un problema de “escasez” sino de brutal injusticia.  

No es el derecho, es el saber

En esta serie de ataques a los derechos se trata de horadar un deseo y un opaco saber: el de participar de la cosa común, pública, que habilita la experiencia de ese saber siempre en fuga. El saber que se aprende cuando se conversa, se pierde tiempo, se escucha anécdotas, se lee en voz alta, se asiste a reuniones, se está con y junto a otres. 

Ese saber no puede decirse más que en impersonal porque lo que se produce en ese entre no reside en ninguna de las partes del diálogo ni en algún tercer lado sino en ese encuentro que se genera entre quienes habitamos con pasión un mismo espacio, y una misma vocación, colmado, a su vez, por las generaciones pasadas que imaginaron a las futuras. 

En rigor, no es el sistema el que está siendo asediado sino una serie de derechos conquistados a partir de años y años de trabajo y de lucha.

Quizás es ese saberse con otros, ese saber que juntos se piensa, se vive y se siente mejor, el que está siendo atacado. Ese saber de la limitación de cada individuo aislado, de su carácter fragmentario, de su prematuridad, de su deuda histórica con quienes le antecedieron en el tiempo y de su complicidad responsable con los que están por venir. La tarea de la universidad es también la de recordar ese saber. 

No es el saber, es la igualdad

Cuando se ataca ese resistido saber se atenta contra aquello que nos iguala en tanto seres humanos: nuestra vulnerabilidad y común exposición a los otros, en el sentido de la muerte pero también del deseo, como decía Butler. No solo somos iguales en inteligencia, iguales en dignidad, sino también en precariedad. Asumir ese registro de la igualdad forma parte de la tarea colectiva, del saber acumulado, del derecho habido, del sistema construido. 

Sin esa asunción no podríamos realizar aquella otra crítica: si bien todos somos precarios, esa precariedad está desigualmente distribuida en nuestra población. No todos estamos igualmente expuestos al daño, a la exclusión, a la muerte violenta. 

Quienes han ocupado en la historia una posición subordinada en el campo del dinero, del poder, o del saber corren, sin duda, peor suerte. Reconocer la igualdad (en esos distintos niveles) y hacer de ella una cuestión es tarea de la universidad; una tarea tanto más urgente en una coyuntura que hace de la desigualdad el resultado legítimo de una “justa” competencia entre individuos.

No es la igualdad, es la libertad

Insistamos: no es tan solo ese sabernos iguales, precarios, interdependientes en sentidos múltiples lo que está en juego sino y, en último término (aunque no en última instancia) aquello que nos hace libres: el conocer nuestras determinaciones para anteponer entre ellas y el impulso animal un pensamiento, un concepto, un valor, una mediación. 

Y, como intentamos demostrar hasta aquí, eso solo es posible colectivamente al amparo de instituciones que velen por la verdad de aquello que nos determina y puedan delimitar aquello que, más allá de cualquier esfuerzo individual o colectivo, cae por fuera de las posibilidades de control. Son estas instancias las que producen autonomía subjetiva y capacidad de autogobierno. 

Sin universidades, sin derechos, sin saber, sin igualdad, no hay libertad. Sin libertad no hay autonomía, sin sujetos autónomos no hay democracias. ¡Viva la universidad, viva la libertad!

La entrada ¡Viva la universidad, carajo! se publicó primero en Revista Anfibia.

 

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     En medio de la polémica por el financiamiento estatal al cine, desde la Ciudad de Buenos Aires confirmaron que  Homo Argentum recibió 150 millones de pesos del tesoro porteño. Se trata de la película de Guillermo Francella que cautivó a Javier Milei.

    Con medio millón de espectadores en su primer fin se semana en las salas, Homo Argentum se convirtió el principal tema de debate en medios y redes. 

    En medio de la crisis del fentanilo y el cierre de listas, Milei ya proyectó dos veces Homo Argentum a sus visitantes en Olivos. Hay quienes dicen que el presidente ya vio en cinco oportunidades la película de Francella y gozó con los gags y remates como si se tratara de la primera vez. Ni siquiera la marca de agua que tiene la copia para evitar el pirateo desanimó a Milei a consumir la película a repetición.

    En el gobierno festejaron que la película no hubiera recibido dinero de los contribuyentes, pero la afirmación es falsa. Lo cierto es que el INCAA no subsidió Homo Argentum, pero sí la Ciudad.

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    Los 150 millones de pesos que recibió Pampa Films fueron mediante un Cash rebate y representan el 12% del dinero que la productora invirtió durante su rodaje en la Ciudad. Desde el gobierno porteño aseguran que por cada peso que pagaron por Buenos Aires Producción Internacional, generaron otros ocho pesos.

    La torpeza de Carlos Pirovano, director del INCAA, a la hora defender la película, hizo que la lupa se posara sobre su gestión al frente del Instituto del Cine, que tiene un presupuesto anual de 44 millones de dólares.

    Pirovano se deshizo en elogios hacia Homo Argentum, aunque admitió que solo había visto fragmentos en Tik Tok. Los estereotipos que aborda la película fueron lo que más celebró el funcionario.

    “El estereotipo es algo con lo cual el ser humano se maneja. El santiagueño perezoso, el cordobés contador de chistes, el tucumano… No voy a decir qué, porque todos sabemos. Lo sabe Argentina”, dijo el titular del INCAA y candidato a diputado en la Provincia mientras los conductores de TN lo miraban azorados.

    “El gobierno chapea con que el INCAA tuvo 7 mil millones de pesos se superávit. Pero no hicieron ni una sola película. ¿En qué se gastaron 40 millones de dólares? Aunque hubieran gastado un peso ya es mucho para no hacer nada”, se quejó el dueño de una productora porteña.

    “Decían que era ridículo que el INCAA produjera 200 películas que no veía nadie y que era todo choreo. Puede ser. Pero vos te gastaste 40 millones de dólares y no hiciste ni una sola película, ¿eso cómo se llama? El INCAA no tiene ni una sola iniciativa para reactivar la industria. Acá la discusión es ideológica, no económica. El cine genera tanta plata como la minería en la Argentina”, aseguró.

    En la Ciudad, defendieron el programa Buenos Aires Producción Internacional. Explicaron que busca incentivar la llegada de producciones internacionales al distrito. Desde el gobierno porteño sostienen que por cada peso que invierten en el programa, generan otros ocho pesos.

    El sistema no es nuevo: lo mismo ocurre en Uruguay, Bélgica, y muchos otros países y también en Córdoba, Mendoza y la Provincia de Buenos Aires. En Colombia se invierten 54 millones de dólares al año en incentivos fiscales.

    Pampa Films recibió dinero por una película y una serie, al igual que la productora de Adrián Suar, de Nacho Viale, Hugo Sigman, Vanesa Ragone y otras compañías más pequeñas. “Todas las ciudades buscan atraer inversiones extranjeras. El problema es que el sistema favorece a las productoras más grandes, porque les resulta más fácil sumar puntos”, explicó a LPO un experimentado productor.

     

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