¿Milei piantavotos?: en los lugares que visitó el Presidente los libertarios perdieron por paliza

¿Milei piantavotos?: en los lugares que visitó el Presidente los libertarios perdieron por paliza

 

Un dato que no pasa desapercibido en la interna libertaria es que en las cuatro ciudades que Javier Milei visitó, La Libertad Avanza sufrió derrotas catastróficas. Por eso, algunos dirigentes locales adjudicaron en baja parte del derrumbe de votos al paso del Presidente.

En Junín, donde Javier Milei se lanzó con todos los candidatos bonaerenses, se cumplió la pesadilla que temían varios libertarios y la lista de LLA terminó en tercer lugar, detrás del peronismo y de Somos. 

Con más de la mitad de las mesas escrutadas, Fuerza Patria se impone con 35 puntos, mientras que la lista de Somos, impulsada por el intendente PRO Pablo Petrecca, se ubicó en segundo lugar con 31. Muy lejos, los libertarios quedaron terceros con 22%.

LPO contó que, al filo de la elección, se generó una fuga masiva de la lista libertaria, con la renuncia de tres candidatos, en medio de denuncias por venta de candidaturas que involucraban al dueño del teatro donde se presentó Milei.

En Lomas, La Libertad Avanza cayó por cerca de 30 votos a manos de la lista encabezada por Sol Tischik, jefa de Gabinete de Federico Otermín.

El acto del Presidente en la ciudad cabecera de la Cuarta había generado malestar en varios vecinos que, además de los resultados de la ajuste y la recesión, le increparon la parálisis de una obra clave que, por ese freno, hoy mantiene a la ciudad partida en dos.

En Lomas de Zamora, donde la caravana encabezada por Milei tuvo que ser evacuada en medio de incidentes con vecinos enojados, La Libertad Avanza cayó por cerca de 30 votos a manos de la lista encabezada por Sol Tischik, jefa de Gabinete de Federico Otermín.

 La lista impulsada por la intendenta Mariel Fernández se impuso 54 a 29 contra la candidata libertaria que puso la mano derecha de Sebastián Pareja en la Primera, Ramón “Nene” Vera. 

En 2023 Javier Milei había sorprendido con muy buenos resultados en zonas estratégicas de la periferia lomense, como Bunge, Fiorito y Santa Catarina. Hoy, la crisis trituró ese apoyo al Gobierno.

En Moreno, donde el acto de cierre de Javier Milei no llegó a colmar la mitad de un potrero, el peronismo arrasó y sacó 25 puntos de ventaja.

La lista impulsada por la intendenta Mariel Fernández se impuso 54 a 29 contra la candidata libertaria que puso la mano derecha de Sebastián Pareja en la Primera, Ramón “Nene” Vera.

Bronca de Karina con el Nene Vera por la falta de gente en el acto de Moreno: “Les dimos 100 mil dólares para que movilicen”

El desastre del cierre de campaña abrió un pase de facturas interno que tuvo a Vera como blanco principal. Karina Milei esperaba una convocatoria de entre 7 y 10 mil personas, pero fueron menos de 2 mil.

Eso no solo expuso un armado limitado de Vera en Moreno (que no logró contener en la lista a sectores PRO y libertarios que le jugaron en contra) sino que además provocó llamadas desesperadas de la hermana presidencial pidiendo explicaciones sobre el desastre de la convocatoria y el destino de los recursos previstos para tener una convocatoria aceptable.

En La Plata, donde el Presidente encabezó uno de los actos centrales de la campaña, la lista de La Libertad Avanza que encabezó Francisco Adorni, perdió por casi siete puntos (43,6 a 36,9). 

Karina apostó por el hermano del vocero por sobre uno de los dirigentes de extrema confianza de Sebastián Pareja, Juan Osaba, que había sido el primer elegido para encabezar pero que tenía nulo nivel de conocimiento y algunas denuncias a cuestas por pedidos de retornos en el Pami local. Sin embargo, un apellido conocido no alcanzó para frenar el desastre libertario.

 

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  • Casas para hoy y un proyecto para el futuro

     

    Hoy se puede llegar al barrio Altos del Pino por varios caminos que aprovechan la cercanía de Soacha con Bogotá, al ser cada ciudad el límite de la otra. Una forma es usando TransMilenio para ir hasta al extremo de la localidad bogotana de Bosa, que conecta con el municipio vecino. Si uno se baja en la estación León XIII, debe cruzar la calle para tomar uno de los buses que tienen la misión de subir la montaña. A veces se forman largas filas a la espera de uno de estos vehículos que se convierten en uno solo con sus conductores para ir subiendo, dando recovecos y domando una cantidad inacabable de curvas pronunciadas. Luego de unos pocos minutos de recorrido, el pavimento se termina y las calles empiezan a verse como la tierra propia de la montaña, de un color entre amarillo y café y aparece más el verde, junto con varios ranchos de esos que llevan años en la zona y una que otra casa más moderna de ladrillos y cemento, pocas veces pintadas de color. 

    Subir la montaña en el bus es vertiginoso. No hay una sola silla donde no se sientan los saltos que da al pasar por el terreno irregular. Por eso cuando llueve es más difícil transitar la montaña. Los buses dejan de bajar, o se toman más tiempo haciendo los recorridos. En el trayecto cuesta arriba, todas las cabezas se sacuden con fuerza mientras las manos se aferran a la silla de adelante o a algún tubo para no caer o golpearse. Cuando se encuentran dos buses de frente, el que baja y el que sube, frenan los dos y hacen una coreografía lenta y retorcida para poder esquivarse y seguir. Se saludan de un bocinazo después de que cada uno logra retomar su curso. 

    Al llegar al barrio, se siente cómo el sol cae con fuerza sobre la calle de tierra, y deja ver el polvo que se levanta con cada paso de transeúnte, con cada giro de llanta. A un lado y otro se ven casas de ladrillo, intercaladas con ranchos de madera o láminas, amontonadas sin un plano definido. En algunas, las fachadas cuentan historias de ampliaciones improvisadas, techos añadidos sobre techos, paredes que parecen sostenerse por voluntad propia y estructuras que aparentan desafiar la gravedad. En una mañana cualquiera, el barrio despierta con su bullicio habitual. En las esquinas, la gente se detiene en los pequeños comercios a comprar lo necesario para el almuerzo y conversan con sus vecinos. Los niños corren entre los charcos de luz y sombra que dejan los techos salientes, sus risas se mezclan con el ronquido de los buses que serpentean por las calles con una destreza que sólo podría tener quien ha vivido toda una vida aquí.

    Hay partes del barrio tan empinadas que es difícil afirmar bien los pies. Siempre aconsejan a los forasteros llevar buen calzado. Subiendo y bajando por esas pendientes de Altos del Pino, se puede llegar a una casa que parece casa de todos, donde vive la familia Zambrano Guerrero. Allí nació la Fundación Proyecto Escape, que hoy funciona entre estantes con libros usados, carteles hechos a mano y mesas compartidas por niños, madres, jóvenes y vecinos que llegan a conversar, estudiar o pasar el rato.

    Pero este recorrido que hoy parece cotidiano no siempre fue así. Antes de las casas y de los caminos de tierra, antes de los niños corriendo y el traqueteo de los buses, aquí había apenas familias que llegaron intentando empezar nuevas vidas en un paisaje que era solo montaña desnuda. 

    Una casa para-hoy

    Cuatro palos y una tela asfáltica como cubierta para hacer frente a la humedad. Así era como se veían las viviendas de los primeros habitantes de Altos del Pino hace unos 30 años. Eran casas de paroy, que viene de “para-hoy”. Estos materiales eran una forma rápida y relativamente sencilla para asentarse en el lugar, que en ese entonces era una montaña con unos pocos caminos que abrían paso entre los matorrales. Con el tiempo, más casas de paroy empezaron a erguirse en el empinado terreno y luego fueron creciendo y transformándose. Así, lo que antes era una gran sábana de color verde sobre la enorme roca que brota de la tierra, hoy se ve como una constelación de casas y ranchos que apuntan en todas las direcciones y forman hileras sinuosas sobre la montaña. Altos del Pino hace parte del asentamiento informal más grande de Colombia. 

    Todas esas casas de paroy capturan bien la esencia del lugar: vivir en condiciones de precariedad, pero tener esa cualidad de persistir y resistir problemas como la ausencia estatal o la violencia, así como la tela asfáltica aguanta la humedad y el sol. 

    Treinta años atrás, solo cinco o seis familias que venían del campo eran las que poblaban Altos del Pino, uno de los hoy 300 barrios que conforman la comuna de Altos de Cazucá en Soacha, Colombia. En una de aquellas casas de paroy vivía Nohora Guerrero con su esposo, Miguel Zambrano, y su hija de un año, Wendy. Era 1993 y habían llegado al lugar poco tiempo atrás. 

    Nohora y Miguel venían del Huila, un departamento en el suroccidente de Colombia. Ambos campesinos, habían viajado hasta Bogotá luego de casarse, cuando Nohora ya estaba embarazada de Wendy. “Como campesino uno cree que va para la ciudad a estar mejor, a encontrar empleo, a ganar dinero, a vivir mejor. Esa es la promesa que uno cree antes de venirse”. Para Nohora, irse a vivir en la ciudad representaba nuevas oportunidades. Mientras tanto, Miguel recuerda que, además de buscar oportunidades, quedarse a trabajar en el campo era complicado. “Mi mamá tiene un terreno, pero es un terreno muy pequeño. Y nosotros somos varios hermanos, somos muchos. Entonces para tantas personas no… no alcanza.” Como Miguel lo relata, no había una forma sencilla de organizar el trabajo en las tres hectáreas que tenía su mamá con el resto de su familia: si uno estaba trabajando o cultivando, no habría espacio suficiente para los demás. Por eso, para él pareció una mejor alternativa buscar una vida nueva en la ciudad, más aún con Nohora y Wendy, que venía en camino. 

    En Bogotá llegaron al barrio La Peña, al sur del centro histórico de la ciudad y en el pie de los Cerros Orientales. Vivieron por un año en un inquilinato, donde sintieron un cambio drástico frente a su vida en el campo. La expectativa que tenían de la vida en la ciudad estaba alejada de la realidad que enfrentaron. “Fue bastante difícil porque fue pagando arriendo, pero era compartir todo: la cocina, el baño y éramos muchos inquilinos”. Así recuerda Nohora el tiempo en el inquilinato, que también era difícil por la convivencia con las personas de la ciudad, distintas a lo que estaban acostumbrados: “Aquí la gente era muy indiferente, mientras que en el campo todos saludan, lo invitan a uno a un tinto”. Mientras que Nohora cuidaba de su niña recién nacida, Miguel empezó a hacer ventas ambulantes en el centro de Bogotá. Allí conoció a otro vendedor que le contó sobre unos lotes que estaban vendiendo en Soacha, en Cazucá. Para la pareja esto sonó como una buena oportunidad. 

    En ese momento, lo más importante para Nohora era tener algo propio, “así fuera un ranchito”, dice ella. Llegar al lugar fue todo un reto para la familia, pero mantenían la aspiración de construir su casa. Cuando se asentaron en Altos del Pino, se encontraban muy pocas familias y no contaban con servicios públicos. “No había absolutamente nada y existían todas las necesidades”, así describe Nohora la situación del barrio a su llegada. Como no había agua, tenían que ir hasta uno de los barrios que quedaba más abajo en Soacha, en la parte que conecta con Bogotá, y allí algunos habitantes les regalaban agua para que llevaran hasta sus casas. A medida que fueron llegando más personas a poblar la zona, se conformaron Juntas de Acción Comunal en los barrios y así los vecinos empezaron a organizarse. Policías bachilleres empezaron a ir a la comuna para alfabetizar a los niños y niñas. En ese contexto, la comunidad de Altos del Pino construyó la primera escuela del barrio, que fue hecha con lata. No fue sino hasta mucho tiempo después que las Juntas de Acción Comunal empezaron a buscar a la Secretaría de Educación de Soacha para que llevaran docentes y construyeran más colegios con mejores condiciones. 

    Además, la zona no había sido urbanizada y se disputaba entre distintos actores. Parte del territorio de Altos de Cazucá había sido ocupado por la guerrilla del M-19 antes de su desmovilización. Pretendían dar esas tierras a población vulnerable, como era común en las dinámicas de urbanización informal. Sin embargo, aparecieron luego los terreros, personas que invadían grandes extensiones de tierra para lotearla y luego venderla y competir con otros urbanizadores piratas. Los terreros ya no tenían una presencia tan fuerte cuando Nohora y Miguel llegaron al barrio, pero hicieron parte del inicio del sector. 

    Cuando Cazucá empezó a poblarse, Colombia vivía una intensa escalada de la violencia que enfrentaba a las guerrillas, los grupos paramilitares y el ejército, a la par que se consolidaban los grandes carteles del narcotráfico. Muchas personas que sobrevivieron a esta enredadera de violencias tuvieron que dejar sus lugares de origen y llegaron a Cazucá. Otras no se encontraron con el conflicto armado de frente, pero llegaron al centro del país con el anhelo de conseguir un mejor techo, un mejor trabajo, una vida nueva, como Nohora y Miguel. Las casas y ranchos en la montaña fueron construidas por personas que llegaron de todas partes del país. Personas que llevan a sus hombros esa estela del conflicto armado y la desigualdad que históricamente han golpeado a Colombia: desplazados que huyeron sin poder regresar a su tierra; familias que lloran las ausencias que les dejó el conflicto; trabajadores que apostaron al trabajo en la ciudad como una esperanza que no termina de llegar.

    Primero se asentaban los desplazados, luego familiares y conocidos de sus lugares de origen venían con ellos. “Aquí se encontraban personas de todos los lugares. Se encuentran aún. Del Tolima, del Chocó, del Amazonas, de todos lados”, dice Nohora al recordar cómo se fue armando el sector,. En Altos del Pino se concentraron familias que venían del Huila y del Tolima, departamentos en el centro y el suroccidente de Colombia. En otros barrios aledaños, como El Oasis, se asentaron familias provenientes del departamento del Chocó, por lo cual parte de ese barrio hoy se conoce como Chocoasis. En el barrio El Arroyo, la mayoría de sus pobladores venían del Cauca. Cada persona, cada familia traía su historia, casi siempre ligada a la grave situación de violencia que vivía el país y que se ha extendido hasta hoy: “había mucha gente, muchísima gente en ese momento que venía huyéndole al conflicto”.

    Para sobrevivir, las personas del lugar se dedican a toda una variedad de oficios: son empleadas domésticas, albañiles y obreros, cocineras, tenderos. Y, a la vez, “son personas que entregan mucho de sí para ayudar a otros”. Así es como retrata Nohora a los habitantes del barrio y al mismo tiempo es una frase con la que podría describirse a sí misma. Ella es parte de esas personas con voluntades inamovibles y esperanzas del tamaño de la montaña que habitan. Esto fue lo que la llevó a crear la Fundación Proyecto Escape, para ayudar a los niños, niñas y jóvenes del lugar.

    Crecer en los ranchos 

    Luego de las casas de paroy llegaron los ranchos a la comuna, esa imagen que tanto recuerda a los barrios marginales en América Latina. Aunque pueden ser muy parecidos, no hay dos ranchos iguales. Todos han sido construidos a retazos, con materiales reciclados de todo tipo: latas, puertas viejas, láminas, cartones y muchas otras piezas que tienen su propia historia y se acomodan en sentidos que solo comprende quien hizo la construcción. Las familias que vivían en los ranchos traían a sus pequeños y por eso Nohora decidió hacer parte de un proyecto del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF): Madres comunitarias, que era otra de las pocas expresiones del estado que llegaban a la comuna.  En este proyecto, madres colombianas reciben apoyo del ICBF para tener un ‘Hogar Comunitario de Bienestar’ en sus casas y atender de 12 a 14 niños. Pero con el rápido crecimiento del barrio, muchas familias empezaron a necesitar el cuidado de sus hijos mientras iban a trabajar y Nohora empezó a recibir más niños de los que estaba permitido. En algunos casos, incluso, dejaron a los niños dos o tres días en casa de Nohora. 

    “Era muy fuerte porque, ¿yo qué hacía con estos niños? Entonces también empecé, unos añitos después, a validar mi bachillerato y con las guías que a mí me daban, yo empecé a enseñarle a las mamás”. Nohora cuenta que muchas de las madres no sabían leer ni escribir, por lo que era difícil para ellas apoyar a sus hijos con las tareas escolares.  Por eso, empezó a contribuir a la formación de las madres y de los niños. Desde tiempo atrás, por el reducido número de escuelas y su baja calidad, el bajo logro educativo persiste como un problema en la comuna de Cazucá. En esta situación, Nohora inició su propio jardín infantil para poder cuidar y enseñar a todos los niños que llegaran y lo llamó ‘Semillas Forjadores de Paz’. A medida que seguía abriendo las puertas de su hogar para cuidar a los hijos de sus vecinas, sentía algo de preocupación. ¿Sería suficiente lo que podía ofrecerles? Pero cuando los niños comenzaron a llenar su casa con risas y preguntas, supo que andaba el camino en la dirección correcta.

    Altos del Pino no escapaba a la precariedad y las problemáticas de inseguridad y violencia que surgen en los barrios informales. Por eso, para Nohora cuidar a los hijos de otras familias era cuidar también de los suyos. Su iniciativa empezó a extenderse también hacia los jóvenes, pensando en que había que cuidar todo el entorno del barrio. En este lugar de personas que entregan parte de sí mismas para ayudar a los demás, Nohora fue una de las primeras en hacerlo. “En ese momento, sentí que era lo que yo podía dar. Y empezamos a traer a los jóvenes. Hacíamos manillas, pero hablábamos de educación sexual, de valores, de drogadicción. Esos temas que son fuertes pero que los hogares no los tocan por temor”.

    El esfuerzo de Nohora pronto atrajo la atención de otros actores que vieron el potencial de su trabajo. Al barrio empezaron a llegar organizaciones no gubernamentales (ONG) tanto nacionales como extranjeras que apoyaban procesos como los que llevaba Nohora. En muchos casos, estas organizaciones llegaban porque las Juntas de Acción Comunal se organizaban para buscar apoyos por fuera del estado para suplir sus necesidades. “En el 2005 llegaron Techo y Diakoni, unas ONGs que traían sus proyectos. En ese momento, me enteré de que lo que yo hacía no se llamaba refuerzo escolar ni nada de eso, sino educación popular”. Nohora empezó a entender su tarea de manera más profunda y se formó en la educación popular a la vez que hacía contactos con otras organizaciones. Nuevas ONGs llegaban al barrio y traían proyectos más grandes. Por ejemplo, hubo un proyecto de agricultura urbana del que hicieron parte con la Red Agroalimentaria de Soacha. “Llegamos a tener más de 250 cultivadores urbanos aquí”. Recorriendo estos caminos, el jardín infantil Semillas forjadoras de paz empezó a convertirse en una semilla forjadora de comunidad en el barrio.

    Como Nohora lo cuenta, se trataba de “hablar con amigos de amigos”. Los amigos eran voluntarios de las ONGs o fundaciones que venían a trabajar en el barrio y que empezaban a quedarse en casa de Nohora. También eran personas que habían visitado el lugar antes como parte de un voluntariado y que regresaban con personas de otras organizaciones para mostrarles el barrio y llevar más proyectos. Así, en la sala de la casa de Nohora empezaban a nacer nuevas ideas y propuestas para desarrollar con la comunidad. 

    Fabricar sueños en casas prefabricadas

    Con el paso de ONGs como Techo llegaron sus proyectos de vivienda y las casas prefabricadas al barrio. Las calles polvorientas y los improvisados senderos empezaron a tomar un poco más de forma con las nuevas estructuras de madera que empezaban a ocupar algunos de los rincones de Altos del Pino. Las casas se multiplicaron ofreciendo a muchas familias una sensación de mayor seguridad, aunque todavía frágil. Eran viviendas mejor armadas que las anteriores, pero seguían siendo frías en las noches y sofocantes en los días de sol intenso. Desde lejos, el barrio parecía más consolidado, pero dentro de cada hogar persistía la incertidumbre del día a día y la lucha constante por mejorar lo que se tenía.

    En medio de ese proceso, la familia Zambrano Guerrero también creció, y con ella, la semilla de lo que algún día sería Proyecto Escape. Además de Wendy, la hija con la que llegaron a Cazucá, Nohora y Miguel tuvieron otro hijo: Miguel Ángel. Aprender a hablar y a caminar para ellos coincidió con ver el trabajo de sus padres, involucrándose muy de cerca en las actividades que organizaba Nohora. Ya como adultos jóvenes, empezaron a tomar un rol mucho más activo en la iniciativa de su madre. “Yo hacía los talleres de tareas, de lectura, talleres de mujeres. Wendy hacía taller de break dance, Miguel Ángel de música, Miguel de siembra. Toda la familia estaba implicada ahí y así lo hacíamos”. En este momento fue cuando nació la Fundación Proyecto Escape, cuyo lema es “Otra perspectiva”. Como cuenta Nohora, ese momento tuvo mucho impulso de sus hijos: “los jóvenes ya no querían llamarse Semillas forjadoras de paz, sino que se identificaron con Proyecto Escape. La llamaron así porque ellos decían que estar en este lugar, en la casa y en los talleres, era escapar de los problemas, de las drogas, de la violencia en el barrio y en los hogares… Era un lugar en el que podían ser ellos mismos y mirar su entorno de manera distinta, desde otra perspectiva”. Miguel Ángel le sugirió su mamá que llevaran este proyecto a un siguiente nivel y constituyeron Proyecto Escape legalmente como una fundación sin ánimo de lucro.

    La constitución legal de la Fundación fue mucho más que un trámite. Fue la llave que abrió la puerta a nuevas y alianzas y sueños más grandes. Desde entonces, la casa de los Zambrano Guerrero dejó de ser el único refugio: empezaron a imaginar y, luego, a construir espacios que cambiarían la vida en el barrio. Uno de esos espacios fue El Cine. La idea era levantar un segundo piso sobre una estructura anterior, el llamado Salón de Botellas, para crear un aula amplia y luminosa donde se pudieran proyectar películas, hacer talleres y reunir a la comunidad. 

    “El Cine lo empezó Miguel Ángel a escondidas”, recuerda Nohora entre risas. El joven era quien se encargaba en buena parte de relacionarse con otras organizaciones y buscar apoyos. Así fue como encontró una convocatoria para proyectos con el Consejo Noruego de Refugiados y decidió llevar la idea del Cine, un espacio con el que siempre habían soñado en Altos del Pino. Le decía a su mamá que se iba a tomar unos talleres, pero en realidad estaba reuniéndose con arquitectos para diseñar la propuesta. 

    Miguel Ángel consiguió una beca para estudiar urbanismo en Alemania y, luego de irse, llamó un día a Nohora para darle la sorpresa de que el proyecto del Cine había sido seleccionado. Finalmente, El Cine parecía algo más que una idea, pero la emoción inicial pronto dio paso a uno de los momentos más complejos de Proyecto Escape. 

    En barrios como este, que han sido levantados por las manos de sus habitantes, hacer un espacio sin la participación de la comunidad no es solo raro. Es hasta incómodo. Para la construcción del nuevo lugar, el Consejo Noruego de Refugiados, además de financiar el proyecto, asumió toda la labor técnica y de construcción. “No hubo un trabajo comunitario. Todo se hizo a través de contratistas” recuerda Kevin, uno de los voluntarios que lleva más tiempo en Proyecto Escape.

    Las primeras piezas de guadua llegaron como impuestas y se sentían ajenas. El saber especializado de los arquitectos encargados del proyecto empezó a chocar constantemente con la experiencia práctica que tenían los vecinos que habían forjado el barrio entero desde cero.  Al principio, varios de ellos acudían a ver la construcción y encontraron errores técnicos. Algunos incluso decían que no iban a dejar entrar a los hijos al lugar porque “en cualquier momento podría caerse”. Lo que empezó como un proyecto de encuentro, se convirtió en una grieta y la desconfianza no era solo con los arquitectos, sino con la idea de que un sueño compartido como El Cine se materializara sin la mirada de quienes lo habían imaginado desde un principio.

    Fue Miguel Ángel quien tuvo que mediar. Explicó, tradujo, insistió. El Consejo Noruego reconoció la situación, cambió a su equipo y finalizó la construcción del espacio. La historia de Proyecto Escape ha seguido ese ritmo: aunque ha tenido muchos éxitos, también ha enfrentado los gajes de trabajar con organizaciones de distintos tipos y ha luchado por reafirmar el lugar de su comunidad en su propia gestación. Y de esta forma también han llegado otros espacios, como el Salón de Botellas que hoy aloja la biblioteca comunitaria del barrio, o la Casa de la mujer que se encuentra en una pequeña casa prefabricada que la familia tuvo tiempo atrás.

    El Cine fue solo uno de tantos proyectos que siguieron transformando el barrio. La consolidación de Proyecto Escape como fundación también atrajo la atención de otras iniciativas que buscaban trabajar de la mano con la comunidad y aportar al fortalecimiento del barrio. Una de ellas fue Casa Raíz.

    Cielo, una de las vecinas de Altos del Pino, siempre había soñado con tener una tienda. Durante años, imaginó cómo sería tener su propio negocio, un espacio donde pudiera vender cosas, conversar con la gente, levantar algo propio. Pero el estado de su casa, que era una vivienda pequeña, con materiales deteriorados y sin divisiones internas, hacía que ese sueño pareciera cada vez más lejano. Hasta que llegó Casa Raíz.

    El proyecto, impulsado por la Universidad de La Salle, consistía en que estudiantes universitarios, tanto colombianos como extranjeros, vivieran durante una o dos semanas en el barrio. Allí convivían con las familias, aprendían sobre sus formas de habitar y, junto a ellas, diseñaban mejoras para sus viviendas según las necesidades que identificaran. Casa Raíz trascendía la remodelación de las viviendas y era un ejercicio de escuchar y entender el contexto del barrio. En el caso de Cielo, eso significó poder reforzar su casa y crear el espacio necesario para iniciar su tienda, que hoy funciona y es parte de su sustento. Y así ocurrió para varios de los habitantes. Nelly, otra de ellas, vivía desde hace años con su familia en uno de los ranchos de lata. Gracias al acompañamiento de Casa Raíz, pudo construir una cocina y, con el tiempo, ampliar su vivienda. Hoy tiene incluso un segundo piso que renta y que le permite mejorar su economía familiar. Las huellas que dejó este proyecto no fueron solo físicas en las construcciones. También buscó empoderar a los vecinos, mostrarles que, incluso en medio de la precariedad, era posible mejorar, soñar con una vida más digna. 

    Nohora relata cómo iba creciendo la fundación y una sonrisa va dibujándose en su rostro mientras mira con cariño a través de la ventana de su sala que da hacia el Salón de Botellas y El Cine. Proyecto Escape llegó, en algún punto, a estar en cinco comunidades incluyendo Altos del Pino, con proyectos que muchas veces eran liderados por voluntarios habitantes de esos lugares con el apoyo de Nohora y su familia. Sin embargo, no todo ha sido fácil. “Siempre está el factor dinero. Los voluntarios también tienen que comer y consiguen trabajos”. Desde su creación, Proyecto Escape ha dependido de la solidaridad de la familia Zambrano Guerrero, de la comunidad y, especialmente, de los voluntarios, que en el principio eran sobre todo jóvenes del barrio que habían hecho parte de las iniciativas de la Fundación y los “amigos de amigos” que habían llegado por distintos caminos al barrio. Para Nohora, los voluntarios son amigos que nunca han dejado sola a la Fundación, pero depender de ellos también hace que sea difícil dar continuidad a los procesos y sostener los proyectos en el tiempo por las limitaciones financieras. Nohora trabaja ocasionalmente como cocinera para recepciones en eventos sociales, su hija Wendy también tiene un empleo en Bogotá y Miguel se dedica de forma esporádica a la albañilería, la construcción y otros oficios. Además, Nohora suele cuidar a sus nietos mientras Wendy trabaja. Todo esto hace que la familia no pueda trabajar exclusivamente en Proyecto Escape, como ocurría hace años.

    Proyecto Escape hoy

    Cuando cae la tarde, empiezan a escucharse las voces de los niños que rebotan entre las calles del barrio luego de salir del colegio. Algunos llegan corriendo a la puerta de la casa Zambrano Guerrero y saludan a Nohora mientras cargan sus mochilas gastadas. Ella los saluda con la alegría y calidez de siempre y toma las llaves para ir a abrir el Salón de botellas. Un niño deja su cuaderno sobre una de las mesas y se sienta sin esperar indicaciones. Otro saca un libro ilustrado y empieza a hojearlo mientras Nohora le pregunta qué historia eligió esta vez. Los más pequeños se agrupan en torno a ella cuando comienza a leer en voz alta. Su tono cambia con cada personaje, y los niños la siguen con los ojos atentos, como si cada palabra tejiera un puente hacia otros mundos.

    A veces llegan madres. Algunas también aprendieron a leer aquí o continuaron y terminaron su bachillerato con la ayuda de Nohora. Otras buscan entender mejor los cuadernos de sus hijos, para ayudarles en casa cuando el trabajo les deja un respiro. Muchos habitantes en Altos del Pino trabajan en Bogotá, lo que significa salir de casa temprano en la madrugada y volver tarde en la noche por los tiempos de los trayectos. Varias son empleadas domésticas, meseros, cocineros, albañiles o realizan otros oficios, pero siempre implican un desplazamiento que, muy a la colombiana, se mide más en tiempo que en distancia.

    El sol desciende lentamente y las sombras se alargan en las paredes de la biblioteca. La jornada termina cuando los niños empiezan a recoger sus cosas, algunos a regañadientes. “Mañana seguimos”, dice Nohora, mientras apila los libros usados del día. Afuera, las risas se pierden entre las calles del barrio, donde el bullicio de la tarde empieza a cambiar de ritmo. Mientras la biblioteca se vacía, las luces del barrio comienzan a encenderse de a poco. No todas las casas pueden hacerlo. Algunas familias dependen de conexiones irregulares de electricidad o pasan noches enteras a oscuras. Esas mismas calles donde los niños juegan en la tarde pueden volverse intransitables cuando cae la noche.

    Los logros de la fundación contrastan con esa realidad persistente. El acceso a servicios públicos como el agua, la electricidad o el gas siguen siendo un problema, como cuando Nohora y su familia recién llegaban al barrio. En una ocasión se dañó una tubería muy vieja en el barrio y el Estado solo dio los tubos. Fue labor de la comunidad organizarse para reemplazarla y hacer que el sistema de acueducto funcionara otra vez.  Aun así, mes a mes llegan las facturas para cobrar por estos servicios. Incluso cuando en ocasiones el barrio pasa más de una semana sin agua, cuando la mayoría de la zona no tiene alumbrado público y cuando muchas familias todavía no cocinan en estufas a gas. Lo mismo sucede con la salud, pues las condiciones de acceso al barrio dificultan, por ejemplo, que llegue una ambulancia. “A veces parece que el barrio se estancó en el tiempo. Los problemas de hoy son los mismos que había cuando se fundó hace treinta años” dice el voluntario Kevin cuando habla sobre la situación del lugar. 

    Estos y otros problemas se agravan en momentos de crisis. Cuando llegó la pandemia del COVID-19, el trabajo de Proyecto Escape se complicó. La montaña entera se apagó. Los caminos polvorientos donde jugaban los niños y se saludaban los vecinos quedaron vacíos. El encierro no era solo físico: en Altos del Pino la mayoría de la gente vivía del rebusque diario y no salir era no comer. Desde Proyecto Escape intentaron responder. Consiguieron alimentos, papas, arroz, mercados donados por conocidos y organizaciones que los ubicaban desde antes. Pero no era suficiente. “Nos enfrentamos en esa época a amenazas” recuerda Nohora y Miguel completa la memoria: “No podíamos suplir la necesidad total, había muchísima gente. Si teníamos mil mercados y había tres mil familias, ¿cómo le dábamos mil a tres mil? Hay gente que no entiende eso. Entonces se ponían agresivos y venían a formar problemas”. El lío no era solo la escasez. Eran la frustración, el hambre, el encierro. Fue uno de los momentos más duros para la familia y para Proyecto Escape, que tampoco pudo seguir trabajando como siempre. No sabían si seguir o cerrar la puerta. Pero aun con miedo, siguieron. No por héroes. Por costumbre y convicción.

    Los obstáculos no han detenido el ímpetu. La Fundación busca constantemente recursos externos para desarrollar sus actividades y, en los últimos años, se ha convertido en, como dicen ellos, un “satélite”: articulan otras iniciativas de personas interesadas en trabajar en el barrio, desde ONGs hasta iglesias y universidades. Los apoyan y ponen a disposición los espacios que ha construido Proyecto Escape para llevar actividades a la comunidad. 

    Así como es difícil afirmar los pies en la empinada montaña donde se encuentra Altos del Pino, también parece difícil que un barrio se sostenga por tanto tiempo en las condiciones en las que viven. Y más aún que lo haga una organización como Proyecto Escape. Pero lo ha hecho. Como dice Nohora “Yo creo que el logro más grande que hemos tenido es aún permanecer”.

    La entrada Casas para hoy y un proyecto para el futuro se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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  • La sangre de Lugones

     

    El 25 de junio, el ministro de Salud, Mario Lugones, recibió un inesperado mensaje de Whatsapp. Eran las 12.35 del mismo día que los trabajadores del Hospital Garrahan —médicos, enfermeros, camilleros, administrativos— se movilizaron acompañados por familias de pacientes en contra de los recortes del gobierno. El mensaje que leyó el funcionario de la palma de su mano decía:

    Querido Mario!! Cómo estás? “Hermanos” nos dijimos un día, el del cumple de tu mamá, Catalina… mi mamá también. Yo aquí, queriendo entenderte. Pensé y pienso mucho. Estoy por publicar esta historia que te quiero compartir, absolutamente real. Acá voy:

    Somos los papás de Ignacio Vásquez (Nacho, para todo el Garrahan). En 1988 nuestro tercer hijo tuvo un accidente y en la recuperación resultó infectado de VIH, tenía 2 años. Vivimos sin saberlo hasta que a sus 6 años, en 1993, tuvo una varicela que no se le iba y nuestro pediatra nos recomendó ir al Garrahan. Ahí tuvimos el TREMENDO diagnóstico y comenzó una nueva vida para nosotros. Y nuestro largo camino allí. Estábamos 20 días en el hospital, salíamos dos semanas y teníamos que volver a internarnos. Así fueron esos 12 años en los que se sucedieron innumerables situaciones. Aprendimos a vivir con la enfermedad como familia y saber valorar lo IMPORTANTE de la VIDA y el AMOR.

    No era un mensaje cualquiera. Se lo había enviado Raúl Vásquez, un familiar muy cercano. Le escribió al ministro con la esperanza de ayudar a frenar los recortes y tratar de entender porqué hacía lo que hacía. Raúl era hermano de María Marta Vásquez, la esposa de César Lugones, hermano menor de Mario. Más tarde publicarían ese texto para respaldar a quienes habían tratado de curar a su hijo Ignacio durante doce años, hasta los 18, cuando murió.

    Lugones le mandó una respuesta que se balanceaba ambiguamente entre el afecto y el cinismo:

    Me acuerdo muy bien de todo lo que escribís. Y coincido con que el personal del Garrahan es de primera, por su entrega, su amor a la profesión, y su afán de superación!!! Abrazo muy pero muy grande.

    Unos días antes, el ministro había sido imputado por irregularidades en el manejo del hospital, a partir de una denuncia de Elisa Carrió, líder de la Coalición Cívica; algo que se sumaba a los múltiples pedidos de renuncia por el ajuste que llevaba adelante.

    A Mario y Raúl los unían sus hermanos, la historia que había detrás de ellos y el hueco que les había quedado. Una historia familiar que el funcionario de Milei dejó a un costado y que siempre prefirió omitir en su discurso público y su accionar político.

    César y María Marta no estaban más. El 14 de mayo de 1976, un grupo de tareas de la Marina y de la Policía Federal entró al departamento de ambos en Parque Chacabuco a punta de pistola y se los llevaron a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Desde ese día nunca más se supo de ellos.

    ***

    El viernes 6 de abril de 2018, Mario Lugones llegó alrededor de las 11 al predio de la Universidad Nacional de Luján y se perdió entre las personas que estaban en la sala. Era uno más entre tantos otros. Su rostro todavía no era conocido. Faltaban seis años y medio para que Javier Milei lo designara ministro de Salud. Ese día en Luján pasó desapercibido, casi nadie reparó en él, excepto José Vásquez, hermano de Raúl y de María Marta, a quien no veía hacía mucho tiempo.

    “No cesaron, se los llevaron”, escuchó Mario sentado en una silla al lado de José, a quien le palmeó la pierna varias veces, como una muestra de cariño. La frase retumbó en ese cuarto durante toda la mañana. La Asociación de Trabajadores de la UNLU había elegido ese lema para homenajear a los seis trabajadores de la universidad que fueron detenidos y desaparecidos durante la última dictadura cívico militar. Ninguno de ellos había abandonado su trabajo. Dejaron de ir porque los secuestraron. Y era el momento de rectificar sus legajos.

    Los familiares de Oscar Peralta, Mónica Mignone —hija de Emilio Mignone, fundador del CELS— y María Marta Vásquez subieron al escenario a recibir los legajos físicos rectificados. Todos estaban visiblemente emocionados. Algunos no podían contener las lágrimas. Otros se quedaron con el nudo en la garganta. Eran épocas ásperas en lo político, en especial en el terreno de los derechos humanos. Por el lado de Elvira Ellacuria de Del Castillo, otra de las desaparecidas, no asistió nadie. También recordaron a Hilda Vergara, que había sido estudiante.

    Mario esperó su turno algo inquieto y un tanto apesadumbrado, aunque no era la primera vez que participaba de un homenaje así. Sentía algo distinto, indescifrable. Se encontraba en un lugar totalmente ajeno para protagonizar un hecho de suma intimidad. En cuanto lo llamaron, se acomodó el saco azul petróleo, respiró hondo y se preparó para que le entregaran el legajo de su hermano César Amadeo Lugones.

    —Esperá que me salga la voz —dijo Mario, con un micrófono en la mano.

    Se paró frente al público con su estampa de flaco desgarbado, el bigote blanco tapándole la boca apretada y dudosa. A su espalda, una imagen en sepia de los seis desaparecidos. Estaba en un ámbito que no era el suyo. No era el mundillo de los negocios de la salud, ni el del empresariado, al que sí pertenecía hacía tiempo. Estaba ahí para hablar de su hermano y de su historia, la de toda su familia. Se dispuso a recordar un tramo de su vida que, en algún punto, le resultaba ajeno. Las palabras le salieron raras y mezcladas:

    —César era bueno. Nosotros somos cinco hermanos buenos. El bueno era César —hizo una pausa, tomó un sorbo de agua y siguió con su atropellado discurso—. Mi papá era médico. Mi mamá era ama de casa. No venimos de una familia peronista. La religión era algo que se practicaba como en los años 50, 60. Mi papá era un ateo practicante. Cuando ya éramos grandes, ya estábamos todos casados, bueno… teníamos veintipico años, pero César era veterinario, mi hermano Quique era profesor de educación física, nos encontrábamos los domingos a comer en mi casa. Todos teníamos ideas políticas distintas, pero todo se discutía y se hablaba —recordó, mientras se deslizaba de un lado hacia el otro con el legajo de César en la mano.

    En el salón lo escuchaban atentos. Mario siguió balbuceando un rato más. Al pasar, mencionó a su abuelo paterno, Ambrosio Lugones, quien fue intendente del partido de Rivadavia y desapareció misteriosamente de la localidad bonaerense de América, en 1921, sin dejar rastro alguno. En ese instante, a sabiendas o no de la asociación en la que había incurrido al mencionar a los dos miembros de su familia que están desaparecidos —aunque por razones diferentes—, Mario se aferró con más fuerza a la carpeta que contenía la historia laboral de su hermano. En esos papeles estaban algunas huellas del recorrido que César había hecho hasta que lo capturaron.

    Foto: gentileza ATUNLu

    ***

    Los Lugones y los Vásquez dejaron de ser una familia en el momento en que Mario se sumó a la gestión de La Libertad Avanza para transformarse en la cara visible del ajuste al Hospital Garrahan. A esa altura, Lugones era mucho más que un ministro del Gobierno que libraba una batalla cultural contra la memoria colectiva —hizo añicos la política de derechos humanos, vapuleó a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y justificó la “lucha contra la subversión” desde los altos estamentos—; se había convertido en el instrumento principal de los libertarios para hacer lo que ni siquiera su antecesor en el cargo, Mario Russo, había querido. En menos de un año de gestión, su ministerio puso en jaque al principal establecimiento pediátrico del país, achicó el hospital de salud mental Laura Bonaparte, recortó la asistencia a las personas con discapacidad y quedó envuelto en denuncias por el fentanilo contaminado y sospechas de pago de coimas en la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis).

    Lugones abandonó su bajo perfil, por primera vez en su vida, en el momento en que aceptó el cargo. Su hijo Rodrigo —socio y amigo de Santiago Caputo, el principal asesor de Milei y encargado de la estrategia comunicacional del Gobierno— empujó a su padre a ocupar un rol primordial en la administración de La Libertad Avanza. El poderío del ministro de Salud creció tanto en los últimos meses que a más de uno en el Gobierno le llamó la atención que apareciera en primer plano junto al mandatario la noche del 7 de septiembre último, después de la derrota electoral en la provincia de Buenos Aires, y que formara parte de la comitiva presidencial del reciente viaje a Nueva York.

    Santiago Caputo y Rodrigo Lugones —que actualmente vive en España— se conocieron en la consultora de Jaime Duran Barba. Luego se alejaron del ecuatoriano y armaron su propia consultora, Move Group. Desde allí trabajaron para diferentes empresas y partidos políticos. Con Milei, vieron la oportunidad perfecta para dar un gran salto, el que les permitió incidir directamente en las políticas de gobierno.

    Cuando Caputo consolidó el “triángulo de hierro” con los hermanos Milei se quedó con el control de áreas claves: la SIDE, el ministerio de Justicia y la Unidad de Información Financiera. Desde las sombras, Rodrigo desplegó una gran influencia en la administración libertaria, especialmente en lo referido a la privatización de empresas del Estado, pero su máximo logro fue colocar a su padre al frente del ministerio de Salud. No cualquiera estaba dispuesto a sentarse en esa silla. Milei quería implementar lo que había promocionado en su campaña presidencial: dejar la salud en manos del sector privado. Antes, era necesario reducir al mínimo la estructura pública.  

    —A Lugones lo trajeron para romper todo el sistema de salud público y para eso van a desfinanciar a todos los hospitales —cuenta un ex funcionario de la cartera sanitaria. 

    Mario Lugones pasó de pedir fondos al Estado para el Sanatorio Güemes durante la pandemia a transformarse, cuatro años después, en el principal interlocutor del Gobierno con las prepagas, con las cuales tuvo idas y vueltas y finalmente las terminó favoreciendo. Desreguló todo el sistema de las obras sociales, a las que conocía de cerca por haber sido parte de OSECAC. Y quedó al mando del PAMI, la ANMAT y la Andis, tres organismos cuyo funcionamiento se encargó de reestructurar, perjudicando así a jubilados, a consumidores de medicamentos y a personas con discapacidad, respectivamente. En cada uno de ellos le explotaron escándalos, de los que siempre intentó tomar distancia. De los sobreprecios en la compra de pañales para adultos y de lentes intraoculares, al igual que de las coimas en la ANDIS, no se hizo cargo. Del fentanilo contaminado tampoco, aunque sí habló públicamente sobre el tema y hasta se animó a llorar. “Me pongo muy mal cuando hablo de esto porque soy médico y es un atentado a la gente”, dijo en una entrevista a TN.   

    —Su único fin es bajar el gasto y los controles y tirarle todo por la cabeza a las provincias —señaló alguien que conoce a Lugones de otras épocas.

    La pelea que encabezó contra los trabajadores del Garrahan lo dejó muy expuesto. Aún así, también en este caso, evitó ser quien diera las explicaciones por los desbarajustes en su área. En su lugar, mandó a su mano derecha, la viceministra de Salud, Cecilia Loccisano —exesposa de Jorge Triacca, ministro de Trabajo durante la presidencia de Mauricio Macri—, que aseguró que no se estaba desfinanciando el hospital y que la lucha de los pediatras, enfermeros y trabajadores de la salud respondía a “fines partidarios”.

    ***

    Cuando Mario Lugones se recibió de médico en 1972 en la Universidad de Buenos Aires, su hermano César militaba en la Villa 1-11-14 del Bajo Flores, junto al sacerdote tercermundista Rodolfo Ricciardelli. Un año después, ya como veterinario, César empezó a trabajar en la Universidad Nacional de Luján, en la materia Ecología General. Para ese entonces, ya estaba en pareja con María Marta Vásquez y era amigo de Mónica Mignone. Los tres habían misionado en Cushamen y eran parte del Movimiento Villero Peronista. Allí conocieron a los curas jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics, ambos secuestrados tras el golpe de Estado y luego liberados.

    César llegó a la universidad de la mano de Emilio Mignone —quien se desempeñó como rector entre 1973 y 1976— y al poco tiempo fue elegido delegado de los docentes auxiliares. Como para tantos otros jóvenes de esa generación, la militancia era un modo de vida. Dentro y fuera de su trabajo, su objetivo era el mismo: luchar contra las injusticias en cualquiera de sus formas.

    —Siempre estaba de buen humor, era muy claro para explicar, pero sobre todo era una persona muy comprometida —dice Analía Gómez, profesora, historiadora y autora de una investigación que da cuenta de los vaivenes de la Universidad Nacional de Luján, la única que fue cerrada durante la dictadura y recién reabrió sus puertas el 30 de julio de 1984.

    En la cartelera de la universidad todavía hay fotos de César con María Marta Vásquez, con quien se había casado y planeaba tener hijos. Después de dos embarazos perdidos, María Marta se volvió a ilusionar. Estaba embarazada de nuevo. A César le preocupaba que las cosas volvieran a salir mal. La madrugada del 14 de mayo de 1976, cuando los secuestraron, esas cavilaciones se diluyeron.

    César fue el tercer hijo de Mario Lugones (padre) —que murió diez días antes de su secuestro— y Catalina María Cassinelli. Con su desaparición, la vida de los Lugones jamás volvió a ser la misma. Pasó a integrar el listado de desaparecidos del informe “Nunca Más” —elaborado por la Conadep—, el mismo que Milei denigró casi un mes atrás con el eslogan de campaña “kirchnerismo nunca más” con el único fin de librar una batalla cultural contra la memoria colectiva.

    Catalina se involucró en la búsqueda de César hasta donde pudo. A mediados de 1976, le envió una carta al interventor militar de la Universidad Nacional de Luján, Héctor Tommasi, para remarcar que su hijo no había vuelto a su trabajo porque había sido “secuestrado de su domicilio por un grupo de hombres armados”.

    En menos de dos semanas, Catalina se había quedado viuda y sin un hijo. Unos meses después, los militares también asesinaron a su cuñada, Mercedes Lugones, de 72 años. Su familia estaba sumida en una tragedia colectiva sin precedentes. Ella y sus otros cuatro hijos —Mario, Eugenio, Fernando y Alicia (una sobrina a la que crió)— se habían convertido en familiares de dos víctimas de la dictadura.

    Si miraban para atrás, encima, se topaban con el infortunio de ser descendientes (algo que algunos ponen en duda) del poeta Leopoldo Lugones y de su hijo Polo Lugones, el comisario que impulsó el uso de la picana eléctrica como método de tortura durante la década infame. Y como si fuera poco, en una jugarreta del destino, años después, la hija de Polo, Susana “Piri” Lugones, sería secuestrada, torturada con picana y asesinada en la ESMA.

    Con todo el historial familiar a cuestas, Catalina tenía por delante una misión que no era fácil: averiguar qué había sucedido con César. Quiénes y a dónde se lo habían llevado, y qué había pasado con su cuerpo. Las dificultades para ponerse al frente de esa búsqueda no obedecían tanto a cuestiones anímicas como prácticas. Ella estaba dedicada ciento por ciento al cuidado de su hijo menor, Fernando, que tenía una discapacidad intelectual.  

    El 6 de agosto de 2014, a los 91 años, Catalina declaró en la megacausa ESMA.

    —Es la primera vez que declaro —dijo la madre de César, con la voz quebrada. 

    —¿Qué significa, para vos, poder estar declarando? —le preguntó el abogado de la querella.

    —Se lo debo a mi hijo porque nunca lo pude hacer; me pongo muy nerviosa, lloro, pero ahora que estoy vieja lo tengo que hacer realmente —respondió.

    —¿Podés describirnos y decirnos quién era tu hijo? —le repreguntaron.

    —Era el tercer hijo varón. Fue un chico muy alegre, muy charlatán, muy cariñoso —contestó Catalina.

    Entre sollozos, continuó evocando a César.

    —Mi hijo tenía 26 años, hoy tendría 65. Pienso cómo sería. Hoy sería el mismo César de siempre porque no iba a cambiar. Yo lo veo que me pregunta “por qué, mamá”, y yo no sé qué contestarle. Será porque fue demasiado altruista, porque fue demasiado solidario, porque fue demasiado generoso, porque tenía ideales, pero tampoco le puedo decir eso porque yo le inculqué todo eso. En mi casa se le inculcó que fuera una persona de bien, que tuviera ideales, que fuera generoso, altruista, solidario. Me vuelve a preguntar y no sé qué responderle. Sólo le digo que lo sigo queriendo como el primer día y que lo extraño enormemente. Ahora yo me pregunto por qué y lo único que consigo es un silencio brutal, vergonzoso y culpable —concluyó.   

    Catalina siempre fue muy cercana a la familia de su nuera María Marta Vásquez, incluso después de su secuestro y el de César. Todos eran una gran familia. Con la desaparición de los dos jóvenes, las vidas de los Lugones y los Vásquez quedaron entrelazadas para siempre; tanto es así que emprendieron juntos el camino para encontrarlos. Para aplacar los pesares, Catalina y Marta Ocampo de Vásquez —mamá de María Marta— hicieron un acuerdo entre madres: la primera se ocuparía de Fernando, sin que eso significara desatender la situación de César; y la segunda se dedicaría por completo a buscar información que las ayudara a saber qué había pasado con sus hijos. Con el tiempo, Marta se integró a Madres de Plaza de Mayo – Línea Fundadora y se convirtió en su presidenta hasta que falleció en 2017.

    En esa búsqueda también se involucraron activamente Eugenio Lugones, Carlos Vásquez —otro hermano de María Marta— y Emilio Mignone. Los tres trabajaron juntos para encontrar pistas sobre el destino de César, María Marta y Mónica Mignone, que fue secuestrada de la casa de sus padres la misma noche que sus amigos. 

    Mario, el mayor de los hermanos Lugones, se mantuvo al margen. Ya se había recibido de cardiólogo y estaba en pleno salto profesional del Hospital Argerich al Sanatorio Güemes, donde desembarcaría hasta quedar al frente de ese establecimiento y su fundación. Muchos años después, empezaría a tejer algunos vínculos políticos, entre ellos con el sindicalista Luis Barrionuevo y el dirigente radical Enrique “Coti” Nosiglia, quien también tiene una hermana desaparecida. Sorprendentemente, recién bajo un gobierno negacionista como el de Milei —en el que la vicepresidenta, Victoria Villarruel, reivindicó más de una vez el accionar de las fuerzas armadas durante la dictadura y seis diputados libertarios visitaron a genocidas en la cárcel—, Mario se animó a ponerse el traje de funcionario.

    El día siguiente al secuestro de César, fue Eugenio —que actualmente vive en Alemania— quien se dedicó a indagar. Buscaba reconstruir sus últimas horas y su destino final. Se convirtió así en el sabueso de la familia. Aunque pensaban muy diferente, el vínculo entre los dos hermanos era muy bueno. Uno de los mayores cuestionamientos que César le hacía a Eugenio era su amistad con el sacerdote Christian Von Wernich, ex capellán de la Policía Bonaerense, quien años después sería condenado por delitos de lesa humanidad. César le había advertido a su hermano que el cura era un “reaccionario de mierda”, luego de un viaje que habían compartido los tres en auto desde la Ciudad de Buenos Aires al cementerio de América, con motivo del sepelio del padre de los Lugones.

    Después de la desaparición de César, Eugenio acudió a Von Wernich para que lo ayudara en la búsqueda de su hermano. Habló varias veces con quien había sido su amigo, pero no obtuvo ninguna precisión. Pronto empezó a sospechar que podía estar vinculado al secuestro, algo que nunca puedo confirmar.

    En 2007, Eugenio declaró en el juicio contra el cura genocida, quien finalmente fue condenado a reclusión perpetua por 31 casos de torturas, 42 privaciones ilegales de la libertad y 7 homicidios. En ese momento, recordó que Von Wernich le había asegurado que César estaba vivo. Con el correr del tiempo, le aconsejó que lo mejor era que se olvidara del tema. Su hermano jamás apareció.

    Eugenio no se olvidó. Buscó a su hermano en todos lados. Habló con Von Wernich, como con tantas otras personas más, para saber qué había sucedido. Intentó sacarle provecho a sus contactos del ámbito militar —antes del golpe de Estado había sido profesor de natación en la ESMA—, pero ninguno pudo darle alguna pista para localizar a César.

    Mario Lugones, el hermano mayor, el futuro ministro, jamás se involucró en la búsqueda. 

    ***

    Junto a su par de Economía, Luis Caputo, el ministro Lugones es quizás uno de los funcionarios que más avanzó con las reformas que el Presidente quería llevar adelante. Eso explica, en parte, el lugar que Lugones tiene en el Gobierno. Pero no es lo único. Incluso dentro del gabinete nadie se atreve aventurar las razones por las que ganó poder en el tablero libertario. ¿Es acaso el representante de la pata invisible de quienes están afuera de la administración —como su hijo Rodrigo— y aún así poseen una gran capacidad de influencia en la toma de decisiones? ¿O simplemente es el fusible necesario para garantizarle ganancias exorbitantes al sector privado de la salud?

    —Mario era el cardiólogo de mi viejo y vieja. Era como un hermano —reflexiona Raúl Vásquez—. Cuando me enteré que se convirtió en ministro de Milei se me cayó un ídolo. Para mí era un buen tipo. Sigo sorprendido con sus dos caras. La que prima hoy es la más siniestra.

    La entrada La sangre de Lugones se publicó primero en Revista Anfibia.

     

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