Sale Consenso, entra Núcleo duro

 

El segundo mandato de Trump llegó con promesas cumplidas. Espectacular. Todo lo que se espera de un gobierno: que haga lo que dice. Cerró su primer semestre logrando gran parte de los compromisos asumidos en campaña. Sin embargo, fuera de su apoyo republicano, relativamente pocos estadounidenses están satisfechos con su desempeño. Su aprobación cayó al 37 por ciento, el punto más bajo de su mandato, según una encuesta de la empresa Gallup recabada del 7 al 21 de julio de 2025. Ese valor acarrea algunas nostalgias: está muy cerca del 34 por ciento que tenía al final de su primer mandato.

Cayó entre los opositores, los independientes y —aun en los temas donde más valoración pudiera tener— la aprobación es ligeramente menor a la desaprobación. Por ejemplo, obtiene las notas más altas en los temas de manejo de la situación con Irán (42%), Asuntos Exteriores (41%) y en su trabajo en materia de inmigración (38%), . Por su parte, las calificaciones de los votantes identificados cómo republicanos se mantuvieron generalmente estables, siempre cerca del 90 por ciento.

Hay, en el fondo, un “gobierno espejo”, que sintéticamente podría entenderse como un gobierno que devuelve —como un reflejo— políticas solo para los suyos.

Hay, en el fondo, un “gobierno espejo” —o “gobierno como espejo”— que, sintéticamente podría entenderse como un gobierno que devuelve —como un reflejo— políticas solo para los suyos. Una categoría con efectos políticos muy profundos que permiten desafiar muchas cosas: la noción de lo que se entiende por consenso, la idea de la representación de un gobierno, la definición de lo que es un buen gobierno y sus políticas, el peso de la ideología, la forma de construcción de agendas y el estilo de comunicación de un gobernante.

1. ¡Chau, consenso!

Hace 20 años, en el libro La construcción del consenso: gestión de la comunicación gubernamental, con Damián Fernández Pedemonte y Luciano Elizalde nos propusimos pensar el consenso en términos positivos. Es decir, muy a la par de la idea de aprobación y de mayorías, como la búsqueda de acuerdos políticamente operantes, partiendo de la idea de que si bien habrá grupos en los márgenes del consenso, las políticas públicas de un gobierno deberían ser aceptadas socialmente por la mayor cantidad de personas. Es la idea de quien fuera profesor de Ciencia Política de la University of North Carolina at Chapel Hill, Lewis Lipsitz, que equipara las ideas de consenso y mayorías.

“Gran proporción de los miembros” es también parte de la definición —o exigencia— del consenso que expresaba en sus escritos el influyente sociólogo de la University of Chicago, Edward Shils. Él también lo definía como la ausencia de disensos inestabilizadores. Una contrafuerza frente a las potencialidades de división de intereses y creencias divergentes. Esta postura implica que todo consenso genera disenso, pero, a pesar de las tensiones, también puede haber adaptabilidad y resistencia en el sistema político. A saber, modos de resolución de crisis, bloqueos o aquello que impida funcionar a un gobierno, disminuyendo las probabilidades del uso de la violencia para resolver los desacuerdos, impulsando actitudes favorables a la aceptación de medios pacíficos.

En los “gobiernos espejo” se reemplaza la idea de consenso por una especie de contrato electoral anticipatorio de los modos del ejercicio del poder. Los candidatos dicen: “Te advierto quién soy y qué voy a hacer. Votame por esto, independientemente de cómo lo haga, con o sin consenso”.

En los “gobiernos espejo” se reemplaza la idea de consenso por una especie de contrato electoral anticipatorio de los modos del ejercicio del poder.

Una especie de legitimidad que funciona como algo adquirido y definitivo —desde un momento— que supera la necesidad de consenso. Una legitimidad de origen como justificación de la manera en que el poder es ejercido. Para qué me invitan si ya saben cómo me pongo. Una legitimidad coloquial que justifica un modo futuro. Así, esa legitimidad no exige ir por donde las reglas democráticas o la institucionalidad exigen. 

En el programa Meet the Press de la NBC, Kristen Welker le preguntó a Trump si los ciudadanos y los no ciudadanos merecen el derecho del debido proceso. El presidente respondió inicialmente: “No lo sé. No soy abogado. No lo sé”. Ante la repregunta sobre si tiene que respetar la Constitución como mandatario, respondió igual: “No lo sé. No lo sé”. La función de conservación, inherente a la necesidad de consenso, es preservar el status quo del sistema sostenido desde la institucionalidad estatal. Aquí, en este modo espejo, pasa a ser sólo una función de conservación del poder personal.

2. ¡Hola, nueva representación!

¿Qué es ser representativo? Hay una idea aritmética de la representación. Para muchos ser representativo es ser querido, bien valorado, por la mayoría. Para otros, además, se agrega la idea del tiempo. Ser representativo es ser querido y bien valorado el mayor tiempo posible. Una idea bien interesante porque le quita peso a la popularidad circunstancial a la que distancian de la representación.

Aquí hablo de ser un gobernante representativo, lo que cabalmente significa ejercer el poder público en nombre de los ciudadanos reflejando fielmente las características de la mayoría, pero también atendiendo a minorías. Ser un gobierno representativo se aproxima a la concepción de “utilidad colectiva”, aquella que el consultor español Josep Chías refería como inherente al objetivo de interés general que justifica la existencia de un gobierno. Entonces sí, esa concepción aritmética doble (ser querido por muchos la mayor cantidad del tiempo posible) de la representación es razonable.

No es que no les interesen las mayorías, sino que priorizan ser leales a su núcleo duro. Eso, hoy, es ser representativo. Se deja de pensar en las mayorías y se focaliza más en los ciudadanos cercanos ideológicamente.

Pero, llamativamente, en estos gobiernos la concepción de la representación difiere. Los gobiernos espejo rompen por completo el criterio aritmético de representación. Porque gobiernan para devolver, como un reflejo, políticas públicas a sus votantes, a su núcleo más radical y más fiel. No es que no les interesen las mayorías, sino que priorizan ser leales a su núcleo duro. Eso, hoy, es ser representativo. Se deja de pensar en las mayorías y se focaliza más en los ciudadanos cercanos ideológicamente. Incluso, a todo ciudadano que esté en contra (aunque el disenso sea mayor que el consenso, algo que le sucede generalmente a estos gobiernos), no sólo no se lo comprende ni se lo respeta, sino que se lo agrede. Son capaces de herir cotidianamente a las minorías. Son intransigentes en sus modos, pero mucho más con sus críticos. Y cuando la desaprobación del gobierno supera a la aprobación, esas minorías acumuladas pasan a ser mayorías. Pero tampoco en esa instancia cesa la capacidad de herir, de regocijarse en la crueldad, en palabras del crítico cultural Henry Giroux. Solo que ahora son más los afectados, muchos más, y actúan con indulgencia cero frente a esos gobiernos. No aceptan nada, no justifican nada. Y generan un muro infranqueable.

Y esa intransigencia se diferencia de otros gobiernos —quizás de todos— que generan conflictos “controlados”. Ese tipo de conflicto es entendido como generador de divisiones o fracturas sociales calculadas, conflictos deliberados y forjadores de identidad que, aunque generan una sensación de inestabilidad, discusión y posturas antagonistas fuertes e intensas, no necesariamente alientan un trasvase de votos. Son conflictos calculados electoralmente y forjadores de identidad que suelen establecer un status quo donde hay poco movimiento electoral de un lado a otro. Los gobiernos espejo, en algún punto, pierden el equilibrio, lo controlado se descontrola y ese muro infranqueable se corre gradualmente en su contra, algunas veces imperceptible, pero termina por acotar su margen de acción y afectar cada vez más su apoyo.

3. La ideología como camuflaje

Según una encuesta de la Universidad de San Andrés, el nivel de satisfacción con la marcha general de las cosas en la Argentina es del 37 por ciento. Además, solo el 29 por ciento de los encuestados está satisfecho con el desempeño del Poder Ejecutivo. Pero el dato, el gran dato, es que la insatisfacción con las distintas áreas de gestión es mayor que la satisfacción e, independientemente de esto, se le agrega una caída en la satisfacción con el desempeño en todas las áreas. Salud (19%), ciencia (20%) y obras públicas (21%) tienen la peor evaluación. No hay ningún área con diferencial positivo de aprobación, aunque los entrevistados estén más satisfechos con las políticas de económicas (37%), de defensa (34%) y de seguridad (33%). Al igual que con el Gobierno de Trump, registran una desaprobación mayor que la aprobación en todo su desempeño gubernamental y siguen cayendo mes a mes.

A todo ciudadano que esté en contra no sólo no se lo comprende ni se lo respeta, sino que se lo agrede. Son intransigentes en sus modos, pero mucho más con sus críticos.

Finalizando agosto, tras el escándalo nacional de los audios con las supuestas coimas en el área de discapacidad que involucra a la poderosa hermana del presidente y secretaria general de la Presidencia, Karina Milei, pareciera romperse el piso del 40% de aprobación del gobierno con valores, como los de empresa Trespuntozero, que ya hablan de una aprobación del 39,9% en una encuesta nacional realizada a pocos días de cerrar el mes .

Josep Chías hablaba de una utilidad finalista en la función gubernamental ligada a la satisfacción de las políticas públicas. Y en estos dos casos no hay satisfacción. ¿Con qué se suple? ¿Cómo se afianza un gobierno en este tipo de escenarios? Con ideología y con sus fieles. Sus ciudadanos fieles. “No importa qué tan buenos seamos gestionando, o cuán buenos seamos políticamente. No vamos a llegar a ningún lado sin la batalla cultural”, destacó Milei, en diciembre de 2024, en un encuentro de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), una red global de gobiernos de ultraderecha.

No tengo nada contra las ideologías inherentes al discurso político, que lejos están de extinguirse. Pero cuidado con el proceso de hiperideologización, porque genera hastío social y, sobre todo, la exclusión de quienes se cansan de semejante intencionalidad ideológica sin resultados concretos en términos de políticas públicas. Esta solidificación hiperideológica, casi siempre, se sustenta en un valor que —casualmente— anda cerca del tercio de la población y que está dispuesta —como espejo— a defender todo. A bancar todo. ¿La responsabilidad de rendir cuentas de un gobierno en esta circunstancia? Andá a buscarla, campeón, si la encontrás.

Y en los casos no hay satisfacción, ¿con qué se suple? ¿Cómo se afianza un gobierno en este tipo de escenarios? Con ideología y con sus fieles.

Electoralmente, vale la pena destacar que el aglutinamiento ideológico aporta efectividad, dado que el resultado electoral explica que muchos ciudadanos voten a estos gobiernos aunque tengan mala imagen. Con Trump pasó en el primer intento de reelección, al igual que con el intento de reelección de Jair Bolsonaro en Brasil. Ambos obtuvieron más votos que quienes tenían mejor imagen positiva que ellos. Con este argumento, bien vale a futuro analizar el peso del voto asociado al desempeño gubernamental, también llamado voto retrospectivo.

4. Contrastar, exagerar, inundar, herir

Dentro del estilo está el contraste total. Un contraste contraidentitario. Muchas identidades ideológicas se definen, no por lo que uno es o representa, sino por lo que no es o no quiere ser. Sus líderes irrumpen como cauces del descontento, que es, en gran parte, lo que sucede con los gobiernos ultraradicales en la actualidad. Lejos de gestionar expectativas ciudadanas en el largo plazo, las aceleran, las exageran sin filtro, sin límites, construyendo hipérboles de todo lo que se comunica. “Ayúdenme ustedes, que son el progreso humano encarnado, a hacer de la Argentina la nueva Roma del siglo XXI”, pronunciaba el presidente argentino, en mayo de 2024, en un discurso en el Foro del Instituto Milken en Estados Unidos.

Son siempre promesa, siempre espectacularidad. De acuerdo con Steve Bannon, el ideólogo de Trump, cuando aparecen los escándalos o las críticas de tanto jugar al límite, hay una idea que se manifiesta: inundar el piso. Esto es: saturar la agenda, mezclar los temas, confundir. Dejar a todo el mundo pasmado por lo no esperable o predecible, aun por lo absurdo. Transitan el terreno de “lo increíble”, lo que sus seguidores validan como autenticidad. Esto es mitad materia prima y mitad contexto para inundar el piso con fake news. Inundar lo verdadero con lo ficcional. Y aparece, además, algo que exacerba y quita la capacidad racional de distinguir: el discurso de la incivilidad, que comienza con la descortesía y el insulto, y termina en la humillación, la estigmatización del otro o, peor aún, la negación identitaria del distinto.

Cuidado con el proceso de hiperideologización, porque genera hastío social y, sobre todo, la exclusión de quienes se cansan de semejante intencionalidad ideológica sin resultados concretos en términos de políticas públicas.

Estos dos elementos tienen una característica en común muy interesante: tanto la búsqueda de inundar el piso como la incivilidad discursiva necesitan todos los días de la mayor cantidad de temas posible. Porque se amortizan, se rutinizan y pierden atención pública. Y cada día pareciera que no dejamos de sorprendernos de cuán grave puede ser para todos, menos para aquellos que se reflejan en el espejo.

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