La salud en terapia intensiva: la crisis sanitaria en argentina

La salud en terapia intensiva: la crisis sanitaria en argentina

 

La crisis sanitaria en Argentina ha dejado de ser una preocupación sectorial para convertirse en un problema estructural de magnitud nacional. Las señales de alarma son múltiples: desde la precarización laboral del personal de salud, la falta de insumos médicos y el deterioro de la infraestructura hospitalaria, hasta episodios escandalosos como la distribución de fentanilo contaminado, que ha puesto en peligro la vida de decenas de pacientes. No se trata de emergencias aisladas, sino de los síntomas de un sistema en colapso. Por Lucio Le Moal, periodista y trabajador de la salud en HIGA San Martín de La Plata.


Este panorama no es reciente ni accidental. Es el resultado de décadas de desfinanciamiento, fragmentación, decisiones erráticas y, sobre todo, de una ausencia sostenida de políticas de salud pública de largo plazo. La inflación y la pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores de la salud son solo la punta del iceberg. A esto se suman la crisis de abastecimiento de medicamentos, las demoras crónicas en la atención y la saturación de servicios clave, como ocurre hoy en el Hospital Garrahan, ícono de la medicina pediátrica argentina.

Pero más allá del diagnóstico técnico, lo que subyace es un debate profundamente ideológico: ¿la salud debe ser garantizada por el Estado como un derecho humano, o gestionada por el mercado como un bien de consumo? Dos modelos están en pugna: el modelo estatal/nacional y el modelo liberal-mercantil.

El modelo estatal/nacional: salud como derecho y deber indelegable del Estado

Esta visión tiene raíces profundas en la historia sanitaria argentina. Su mayor exponente fue el Dr. Ramón Carrillo, primer ministro de Salud de la Nación, quien sostenía: «Frente a las enfermedades que genera la miseria, frente al dolor que causa la injusticia social, los microbios como causa de enfermedad son pobres causas.»

Desde esta perspectiva, el Estado debe garantizar el acceso universal, equitativo y gratuito a la atención sanitaria. La planificación estratégica, la producción estatal de medicamentos, la inversión en infraestructura y la dignificación del trabajo profesional son pilares irrenunciables. Para este modelo, la salud no es un gasto, sino una inversión social.

El caso del fentanilo contaminado —que provocó graves infecciones e incluso muertes— expone las consecuencias de tercerizar controles y compras de insumos vitales bajo la lógica del ajuste. Las fallas en los procesos de esterilización, almacenamiento y distribución no solo revelan negligencia, sino que cuestionan la capacidad del Estado de proteger la vida de sus ciudadanos cuando delega su rol rector en el mercado.

En este marco, la situación crítica del Hospital Garrahan —con renuncias masivas, falta de insumos, demoras en turnos y deterioro edilicio— es la expresión más visible de un modelo en crisis, pero también de lo que ocurre cuando se debilita la responsabilidad estatal.

Como afirmaba Carrillo: «El Estado no puede mirar para otro lado cuando la enfermedad afecta al pueblo. La medicina social no es una opción, es una obligación.»

El modelo liberal-mercantil: la salud como responsabilidad individual

En la vereda opuesta, el pensamiento libertario plantea que el Estado debe reducir su participación al mínimo, promoviendo la competencia entre prestadores privados como mecanismo para mejorar la calidad y reducir costos. Bajo este paradigma, el paciente se convierte en cliente, y la salud en un servicio a ser contratado según las posibilidades económicas de cada individuo.

Se proponen medidas como sistemas de vouchers sanitarios, seguros médicos privados de libre elección, desregulación de laboratorios y privatización progresiva de hospitales.

El caso del fentanilo contaminado, desde esta óptica, demuestra —según sus defensores— que el Estado es ineficiente y que los controles funcionarían mejor bajo lógicas empresariales.

Sin embargo, esta visión ignora un dato clave: el mercado excluye. Y lo hace sistemáticamente. Cuando la atención sanitaria se rige por la rentabilidad, los más pobres quedan afuera. Como decía Carrillo: “No puede haber política sanitaria sin justicia social.”

¿Un punto medio posible?

En un país donde todo debate se polariza, es necesario explorar modelos mixtos o híbridos, como los aplicados en los países nórdicos o en Holanda. Sistemas con financiamiento público, fuerte regulación estatal, pero también con capacidad de gestión eficiente y mecanismos de control social y transparencia.

El desafío argentino es construir un modelo de salud que combine equidad, eficiencia y sostenibilidad. Esto implica no solo mayor inversión, sino planificación estratégica, control efectivo de insumos, mejora de las condiciones laborales y fortalecimiento institucional.

Conclusión: la salud no es una mercancía. La salud no puede ser un campo de batalla ideológica. Pero sí debe ser una política de Estado. La vida de millones de argentinos depende de decisiones políticas que no pueden postergarse. El acceso a un sistema de salud seguro, humano y justo no debe depender del azar, del lugar donde se nace ni del ingreso que se percibe.

Como nos enseñó Carrillo, «Los problemas de la medicina como rama del Estado no se pueden resolver si no hay una política social orientada al bien común.» Hoy más que nunca, debemos retomar ese legado.

Porque en definitiva, la salud de una nación dice mucho más sobre su dignidad que cualquier indicador económico.

 

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