La escalada bélica entre Israel e Irán dejó un saldo trágico este fin de semana, con más de 240 personas fallecidas y cientos de heridos en ambos países, en medio de una ofensiva que crece en intensidad y amenaza con desestabilizar aún más a la región.
Los ataques comenzaron el viernes con una serie de bombardeos israelíes sobre instalaciones nucleares y depósitos energéticos iraníes, en el marco de la operación “León Naciente”, impulsada por el gobierno de Benjamin Netanyahu. Según las Fuerzas de Defensa de Israel, los objetivos eran militares y relacionados con el programa nuclear de Teherán. En respuesta, Irán lanzó una oleada de misiles sobre ciudades israelíes como Jerusalén, Tel Aviv y Haifa, dejando muertos y gran destrucción en zonas civiles.
El Ministerio de Salud iraní confirmó 224 fallecidos, en su mayoría civiles, tras los ataques a su territorio. Por su parte, las autoridades israelíes reportaron al menos 19 muertos y más de un centenar de heridos, incluyendo a mujeres y niños. Entre las víctimas figuran seis personas (dos de ellas menores) que murieron en Bat Yam, y una familia entera en Tamra, en el norte del país.
Desde el inicio de la ofensiva, Israel asegura haber atacado más de 170 blancos y dañado centenares de componentes militares iraníes. Además, lanzó mensajes en farsi para advertir a la población de Teherán que evacúe las zonas próximas a fábricas de armas, anticipando nuevos bombardeos. Estas acciones, que apuntan directamente a infraestructuras estratégicas, han elevado el temor a un conflicto de mayor escala.
Las reacciones políticas no se hicieron esperar. Netanyahu prometió que Irán “pagará un precio muy alto”, mientras que el presidente israelí, Isaac Herzog, lamentó en sus redes sociales la pérdida de vidas de ciudadanos “judíos y árabes, inmigrantes y niños”. En tanto, desde Irán, el presidente Masoud Pezeshkian advirtió que la respuesta será aún más dura si no cesan los ataques, y su canciller acusó a Israel de violar las leyes internacionales al atacar sus instalaciones nucleares.
Irán lanzó unos 100 misiles contra Israel, que desplegó la Cúpula de Hierro defensiva para contener ese ataque, informaron este martes medios internacionales y confirmó el ejército de la nación atacada. Las autoridades de Israel reportaron un ataque a tiros en un suburbio del sur de Tel Aviv la noche de este martes, en el que resultaron heridas al menos […]…
La presentación del jefe comunal capitalino se realizó ante dirigentes de la Asociación de Comercio, Industria, Producción y Afines del Neuquén (ACIPAN), quienes habían propuesto algunas de esas reformas.
El sector adonde se realizará la inversión comprende el núcleo comercial entre las calles Tierra del Fuego y Láinez, entre Mitre-Sarmiento y la avenida Mosconi. Un tratamiento similar se llevará a cabo en la zona de comercios de 7 calles de Belgrano y en 8 de Godoy en el oeste neuquino.
Se indicó que en los próximos meses ya se culminaría con el proyecto ejecutivo y el llamado a licitación para ejecutar las obras el año próximo, aunque los plazos pueden adelantarse y tener en el verano una parte de los trabajos terminados.
También se informó que el emprendimiento será licitado y ejecutado por la comuna capitalina y luego habrá un recupero a través del cobro a los frentistas.
La estimación tanto de la Municipalidad como de los comerciantes es que este abordaje sobre unas 20 manzanas en el Bajo neuquino y en la zona comercial del Oeste permitan un mejor tránsito peatonal y vehicular, además de dotar a esos sectores de un embellecimiento que sea más moderno y cómodo para residentes y visitantes de la ciudad.
La ciudad de Neuquén, Argentina, está implementando la iniciativa “Pirotecnia Cero”. Luciana De Giovanetti, secretaria del área de ciudadanía, detalló en una reciente entrevista los esfuerzos y estrategias desplegadas para asegurar el cumplimiento de esta política….
Ese 16 de junio de 1955 Ricardo Alfredo Panazzolo se despertó temprano. Se lavó la cara con agua fría, repasó con cuidado su mentón recién afeitado y desayunó con rapidez. En la casa, aún silenciosa, Elsa, su esposa, dormía junto a Nilda, una bebé de apenas siete meses. Ricardo trabajaba en el Banco de Londres hacía diez años y hacía dos se habían mudado con la familia a un chalet estilo californiano de La Tablada que habían podido construir gracias al Plan Eva Perón, un programa de crédito para la construcción de viviendas impulsado en el segundo gobierno peronista.
Ricardo vivía a tres cuadras de la estación de tren de La Tablada, a seis del Regimiento 3 de Infantería “General Manuel Belgrano” y a una de la casa de su cuñada, la hermana de Elsa. Todos los días viajaba desde allí hasta el banco, en el Microcentro porteño, a una cuadra de Plaza de Mayo. Ese día, luego de despedirse suavemente de Elsa y de Nilda, Ricardo atravesó la neblina espesa de La Tablada y caminó hasta Avenida Crovara para tomar el colectivo de la línea 10. Ese viaje inicial —un breve trayecto para tomarse otra línea, la 126— era apenas el comienzo de una rutina que no admitía sobresaltos. Bajó en Primera Junta, entró al subte A, salió en Plaza de Mayo y caminó una cuadra hacia Reconquista 101, la dirección exacta del banco.
Era insospechable, para Ricardo, que esos dos lugares tan familiares, tan cotidianos, se convirtieran en escenario de un capítulo tan siniestro de la historia argentina.
La mañana avanzó como cualquier otra, entre la revisión de endosos de títulos y el registro en los libros contables de la compraventa de bonos. Cerca del mediodía, Ricardo junto a Eduardo, el tesorero, y Osvaldo, un cajero que tenía un sentido del humor inmenso, hicieron una pausa para almorzar. Salieron del banco e hicieron dos cuadras hasta un restaurante que ofrecía un modesto menú del día a un precio razonable. En ese trayecto vieron una Plaza de Mayo algo más concurrida de lo habitual. Voceros oficiales y la prensa gráfica habían anunciado un acto en desagravio a la bandera como respuesta a un episodio ocurrido unos días antes. Eran tiempos de una tensión política creciente a raíz de un conflicto que enfrentaba al Gobierno con la Iglesia, a quien se le había sumado en bloque toda la oposición: la UCR, el socialismo, sectores históricamente anticlericales e incluso algunos abiertamente ateos. La tradicional procesión de Corpus Christi, prevista para el jueves 9 de junio, había sido reprogramada para el sábado 11 con el objetivo de facilitar una mayor concurrencia. La estrategia resultó exitosa: la procesión se transformó en una multitudinaria manifestación que partió desde la Catedral y se disolvió al llegar al Congreso. Allí, en circunstancias no muy claras, se arrió la bandera argentina, se la incendió y en su lugar se izó la bandera amarilla y blanca del Vaticano.
El acto de reparación organizado por el Gobierno incluía el sobrevuelo de aviones militares sobre la plaza y el lanzamiento de flores desde el cielo. Lo cierto es que las nubes y el frío no contribuían al disfrute del espectáculo y la pila de expedientes acumulados sobre su escritorio desalentaron a Ricardo a contemplar lo que, de todos modos, se intuía invisible bajo esa cubierta gris.
Regresaron al banco a paso apretado, pero apenas Ricardo alcanzó a sentarse en su escritorio notó un movimiento inusual: el gerente general recorría los pasillos con prisa, con voz firme reunía a los empleados y los guiaba con cierto nerviosismo hacia el segundo subsuelo del banco. Ricardo se sumó a la fila algo desorientado y antes de atravesar la puerta de la sala del subsuelo creyó escuchar un estruendo que electrizó su espalda. Una vibración lenta, profunda, como truenos de una tormenta lejana atrapados en el concreto de los muros del banco. Le siguieron más explosiones. Sordas, secas, inquietantes. Cada estallido estremecía las paredes y reverberaba con intensidad en los huesos de quienes, asustados, permanecían en ese refugio improvisado bajo tierra. Desde el interior del banco era imposible sospechar que los aviones de la Armada habían decidido cambiar las flores por bombas de entre cien y cuatrocientos kilos.
Un delegado gremial que había logrado cruzar la puerta del banco antes de que cerrara sus accesos dejó caer una frase, una explicación tan breve como escalofriante:
—Están bombardeando la Plaza, quieren derrocar a Perón.
La incredulidad se instaló en el rostro de todos. No era una noticia completamente extraña, aunque el momento no permitía claridad alguna. Lo cierto es que el gobierno peronista ya había desactivado dos intentos de golpe de Estado: uno en 1951, impulsado por el general Benjamín Menéndez; y otro en 1952, cuya cara visible fue el coronel Francisco Suárez. A estos episodios se sumó un atentado terrorista en 1953, que no fue esclarecido en el momento, donde se detonaron tres artefactos explosivos en los alrededores de Plaza de Mayo durante una concentración organizada por la CGT.
Desde el refugio del subsuelo, el oído era el único contacto con el exterior, el único vínculo con el caos que se desataba encima de ellos. Ricardo recordará años más tarde, con cierta ironía y resignación, que el banco le parecía entonces un lugar seguro: “Era un banco inglés, no lo iban a bombardear”. Algo que seguramente le sirvió de consuelo ese mediodía en el que nadie se sentía a salvo.
Tras cada explosión, los ecos confusos y persistentes se mezclaban en una sinfonía oscura y opresiva. Ricardo sentía cómo el tiempo mismo parecía detenerse durante breves segundos hasta que un nuevo impacto reanudaba aquel ritmo macabro. Los silencios que se creaban entre un retumbar y el siguiente le instalaron la preocupación por su esposa y su hija. Pero no tenía forma de saber: en su casa no había teléfono y las radios habían sido tomadas por los rebeldes. La intuición le trajo una sensación intensa de peligro.
La Tablada había sido otro de los objetivos del fuego aéreo, específicamente el Regimiento 3 de Infantería, leal al Gobierno constitucional. Como no se tenía en ese momento armamento de precisión, eran bombas “bobas”: todo dependía de la pericia de los pilotos, una pericia sesgada por el odio.
Elsa, aprovechando que Nilda estaba dormida, salió a buscar la leche a lo de doña Anita, una vecina que tenía una vaca y vivía apenas a unas casas de distancia, muy cerca de la Escuela Primaria N°8, en la esquina de Avenida Crovara y Argentina. Mientras volvía, sintió la vibración de una explosión bajo sus pies y corrió a buscar a su hija para refugiarse en la casa de su hermana. Estuvieron horas debajo de la cama, solo salieron de allí dos veces: una para buscar agua y otra para calentar la leche de la bebé.
Tiempo después Elsa recordará esa tarde en La Tablada: “No les importó nada, bombardearon igual y las metrallas alcanzaron la escuela. Largaron a los chicos a la calle en medio del caos”. El colegio fue parte del “daño colateral”. Los objetivos eran las columnas que salían del Cuartel hacia la Plaza de Mayo y hacia el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, que había sido tomado ese mismo día como parte de la estrategia golpista. También se bombardeó una concentración obrera reunida en las puertas de la fábrica Jabón Federal, en Crovara y Avenida General Paz, donde se registró al menos un muerto.
Para Ricardo era imposible calcular cuántas horas habían pasado desde que entraron a la sala de subsuelo. Tampoco sabía si afuera había gente herida, si los militares estaban en las calles o seguían tirando municiones desde un cielo encapotado. Nuevos sonidos se filtraban desde el exterior a través de las paredes del banco: un zumbido agudo, el silbido delgado y afilado que precedía a una explosión rápida y contundente. Un tiempo después, pudo distinguir otro sonido, algo diferente, similar al ruido de arena lanzada con violencia contra una chapa. Eran los Gloster Meteor de la Fuerza Aérea, los aviones a propulsión más modernos de la época, que barrían a la población indefensa y despedazaban sus cuerpos con ráfagas de municiones de 20 milímetros.
Apenas cayeron las primeras bombas sobre la Plaza de Mayo, el Gobierno ordenó el despegue de tres aviones Gloster Meteor desde la VII Brigada Aérea con base en Morón, cuya misión fue responder el ataque rebelde. Allí ocurrió el primer derribo que realizó la Fuerza Aérea Argentina en su historia: fue sobre un avión de la Armada que se desplomó en el Río de La Plata. Entre que los primeros aviones decolaron y regresaron, la Base Aérea de Morón fue tomada por un grupo interno que se plegó a los golpistas. Alrededor de las 15 se confirmó que la Fuerza Aérea, que había salido a dar la batalla en el aire contra los aviones de la Armada, había cambiado sus lealtades.
Entre las 12:40 y las 17:40, sucesivas oleadas de aviones atacaron el corazón de la ciudad, dejando a su paso muerte y destrucción. Los objetivos eran precisos y simbólicos: la Casa Rosada, el Departamento Central de Policía Federal, la Residencia Presidencial (ubicada donde hoy funciona la Biblioteca Nacional), las antenas de Radio del Estado, ubicadas en la terraza del Ministerio de Obras Públicas, la Radio Pacheco, que era el nudo de enlace de las comunicaciones radiotelefónicas, y el Ministerio del Ejército (hoy Edificio Libertador), donde el presidente Perón había sido trasladado minutos antes de que comenzara el ataque a la Casa de Gobierno.
Cuando por fin salieron del banco, algo aturdidos por el silencio que siguió a los estruendos, Ricardo y sus compañeros se encontraron con una ciudad que ya no reconocían. ¿Así se vería un campo de batalla? El aire era pesado, impregnado por un humo denso y agrio. Caminaban sobre vidrios rotos; a sus costados, partes de mampostería que les faltaban a las fachadas más próximas. Ricardo quiso retomar el camino que lo devolvería a su casa, pero no pudo. Los servicios de transporte habían dejado de funcionar, el sonido de las sirenas de ambulancias tomaba las calles; los camiones de bomberos y los patrulleros corrían en todas direcciones evitando milagrosamente su impacto.
Entre los escombros asomaban extremidades de cuerpos mutilados o que yacían ya inertes, de transeúntes cuyas historias serían silenciadas durante cincuenta y cinco años, hasta 2010, cuando el Archivo Nacional de la Memoria publicó una investigación sobre 308 víctimas, una cifra que no es definitiva.
Las personas heridas que intentaban levantarse, entre gritos de dolor y lamentos, creaban una atmósfera aún más desgarradora. Ricardo vio cómo a las ambulancias, que no daban abasto, se le sumaban camiones o vehículos particulares para recoger muertos y heridos que eran trasladados a lejanos hospitales que aún no habían colapsado.
Empujado por la multitud, él y Felipe, su amigo y compañero de trabajo, comenzaron a subir por la calle Mitre hacia el oeste. Allí se encontraron con Alfredo, un taxista vecino de Felipe que los levantó con el auto. Eran las cuatro de la tarde cuando comenzó a diluviar. Alfredo les contó que venía de donar sangre.
—Intentando rajar para este lado, pasé por la esquina de La Rioja y avenida Belgrano y vi un cartel en la puerta del Hospital Español que decía: “Los heridos de este hospital se mueren por falta de sangre. Sea usted humano y done un poco”. No lo dude. Dejé el auto ahí y me metí al hospital.
Llegaron a Plaza Once y, desde allí, Ricardo siguió solo. Tras una larga caminata —unas tres horas en las que fue desde Almagro hasta Liniers, siguiendo la traza de Avenida Rivadavia—, y ya con los pies cansados, llegó finalmente a la General Paz. En ese momento, él y un grupo de personas en su misma situación encontraron la solidaridad en un hombre al volante de un colectivo fuera de línea, que iba desde Liniers hacia el sur. El chofer no dudó en auxiliarlos y se ofreció a llevarlos.
Al llegar a Avenida Crovara, debajo del puente, una barrera improvisada de micros bloqueaba por completo el paso, impidiendo que cualquier vehículo continuara avanzando o retrocediendo. Ricardo pudo distinguir agujeros en el pavimento que le daban la certeza de que los bombardeos habían llegado también hasta ahí. Su corazón se aceleró. Evitó imaginar cualquier escenario. Quería llegar cuanto antes a su casa. Los camiones cargados de frutas y verduras, con destino en el Mercado Central, eran detenidos. Los conductores, frustrados, hacían complicadas maniobras para dar la vuelta y regresar o encontrar otra vía que les permitiera circular.
Ricardo logró acercarse a uno de esos camiones, un Mercedes Benz L 3500 con caja de madera. Iba desbordada con bolsas de papa. Se subió al pescante, se aferró con fuerza y vio pasar lentamente las calles conocidas sobre las que se superponían, silenciosas, las imágenes del miedo y el caos.
Ricardo llegó a La Tablada. Saltó del camión agradeciendo al conductor con un gesto rápido y corrió las últimas cuadras hasta su casa. Ya era de noche, aunque no sabía la hora. No había nadie. Sin pensar, corrió una cuadra más soportando la hinchazón de sus pies ampollados. Llegando a la ochava de enfrente vio luces en la casa de su cuñada. Menco, su esposo, lo vio venir y le abrió la puerta antes de que la tocara. Elsa estaba sentada y Nilda en sus brazos; sanas y salvas. No había heridas a la vista, pero sí quedaron marcas.
Esta historia la escuché de la boca de Ricardo innumerables veces. Con más de noventa años y después de un ACV, le costaba hablar. Pero cada vez que podía, en una sobremesa, en una visita, ante cualquier persona volvía a contarla. No lo hacía para explicar, sino para no olvidar. Porque repetir también es recordar. Y a veces, en ese esfuerzo por narrar lo que duele, lo que excede, algo se entrega a los otros. El trauma, dicen, insiste: no sólo en quien lo vivió, también en quienes heredan sus restos. Contar es una forma de reinscribirlo. Escuchar, una forma de compartir su peso. Esta historia no es solo suya. Es nuestra.
El río martillea la costa rabioso. Los edificios han perdido sus cúpulas, cabezas y terrazas entre la niebla. Las nubes forman una muralla peltre que el viento empuja, debajo los cuerpos son puntos negros sobre la ciudad pálida.
Abandonar las sábanas, el hombre alto se olisquea y atesora los perfumes nocturnos del sexo, se afeita. El último botón de la pechera entra en su ojal, acomoda los flecos de las charreteras rojas, ajusta el correaje y sirve leche al gato, una caricia de mano larga y huesuda.
Bajo otro techo, una mujer torsiona los mechones canos del rodete y lo sujeta con una cinta de raso azul. Corta unas rebanadas de pan, el aire perfumado a café, lo vuelca en el jarrito enlozado. El mestizo barbudo y paticorto que la festeja ladrará enfurruñado cuando la puerta se le cierre contra el hocico.
A cinco asientos de distancia, en el trolebús oscilante que avanza traqueteando sobre adoquines, ambos cabecean. Los vahos son densos, espiralados. Él sopla sobre el vidrio y dibuja con el dedo un corazón. Ella teje. Cuatro pasajeros más se bambolean, una mano en el bolsillo, la otra entumecida sobre el caño.
El canillita grita el matutino. Tiene las mejillas rojas y medias altas. Una sucesión de abrigos con solapas levantadas y sombreros lo cruzan como a un molinete.
La mujer del rodete ahora descansa la cartera sobre el escritorio, desata el pañuelo, se pone el delantal gris sobre el vestido y en el espejito repasa el rouge. Hace varios días que el corazón se le acelera, los despachos a puertas cerradas, murmuraciones y silencios, la bandera quemada y el revoltijo de versiones. Ajusta los anteojos, se refriega las manos, los nudillos crujen. Tac, tac. Diez dedos sobre teclas negras y la escala monótona de un expediente suena.
El hombre está erguido e inmóvil, con las botas en cuña, a pesar del metro noventa y cinco que alcanza con el penacho rubí que sale desde el morrión, el portal lo empequeñece, los guantes blancos sobre la empuñadura de la espada larga; la nariz le gotea, olvidó el pañuelo sobre la mesa de la cocina.
Ya son las once de la mañana del jueves 16 de junio de 1955 y ese día, el hombre alto y la mujer que teje morirán junto a trescientas siete personas más.
Desde las diez, cinco bombarderos livianos Beechcraft AT-11, bimotores con dos bombas de ciento diez kilogramos cada uno, dan vueltas sobre el Río de la Plata. El cielo no se les abre, el cielo está cubierto de pus.
El plan se acordó la noche anterior. Cuatro hombres bajaron de sus autos, entraron en un piso de Barrio Norte en Buenos Aires, quizás oyeron en silencio el chirrido metálico del ascensor y evitaron mirarse o simplemente murmuraron algo sobre el clima. Un paso y ya estaban en el palier, no sabemos si reconocieron el lugar o era la primera vez, si las rosas amarillas de tallos largos que asomaban desde un jarrón chino, algunas con pétalos abiertos y otras apretujadas en pimpollos, llamaron su atención. La puerta estaba abierta, no de par en par, entornada. Se quitaron los sombreros; en los bolsillos del sobretodo quedaron los guantes de cuero.
La reunión podría parecer excepcional pero estaban habituados, el pulso no latió más que de costumbre. La Junta de la Revolución Democrática: radical, demócrata y socialista en el piso de un empresario. Uno lucha contra su gastritis crónica y el reflujo ácido lo hace carraspear, el otro transpira en exceso y cabeceó el sueño imposible, desde hace años sus propios ronquidos lo despiertan; el tercero se disculpó y en medio de la reunión corrió al baño urgido por la próstata hinchada. Al volver a sus casas, tenían las narices rojas y las orejas ateridas como cualquiera, ninguna otra novedad visible en las máscaras tiesas.
Las once y media de la mañana y los cinco bombarderos Beechcraft AT-11 siguen detenidos en el aire. El horizonte está clausurado; los pilotos rezan, en un par de horas se quedarán sin combustible. Acarician las cuentas del rosario y desdeñan cualquier oposición divina en el cielo encapotado.
Casi regresan sobre sus propias estelas hacia la base militar de Punta Indio. Aún así, con la convicción intacta, al día siguiente habrían hecho rugir motores, las hélices chocando el aire, un nuevo intento. Sin embargo, al filo de pegar la vuelta —a las 12:40— una ráfaga de aire seco disipa la neblina, un resplandor tenue y el claro aparece: el río está plateado y reluciente. Se encolumnan. Puerto Madero, Colón, Plaza de Mayo.
El primero pierde altura y se acomoda en el asiento. Maniobra y se manda a descenso, hasta los cien metros se anima. Los avioncitos serán pesados pero descargan en vuelo horizontal. Señal de la cruz, repasa sus pecados: avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza. Los pecadores no andan entre las nubes. Aún así, la mayoría del tiempo se siente un pusilánime. Marino por herencia de padre y abuelo, por devoción a Inglaterra. Piloto, dijo y despertó la curiosidad de sus siete hermanos, le sacó una sonrisa a la madre, piloto de la Marina, aclaró. El padre pasado a retiro no dijo nada, una carcajada socarrona, una ceja levantada. Vestir el uniforme con prestancia, coger con los propios, casarse entre iguales, odiar a Perón, a los puntos negros.
Cepilla la casa de gobierno con la panza del avión. Podría haber oído los estruendos de los proyectiles mientras se acariciaba los bigotes, podría haber sospechado del terror convertido en odio saliéndole a borbotones desde la nuca, imaginado una palabra de ese nadie, ese nadie al que está a punto de asesinar o incluso vislumbrado al mismo Dios exigiendo la rendición de cuentas de su alma; podría haber vacilado, pero no, presiona el dedo corazón mientras murmura: Guerra santa, Cristo vence.
Un tubo negro con cien kilos de explosivos en caída libre. Cien kilos de venganza. Abajo, cabezas peinadas o calvas, quizás un sombrero de fieltro, un gorro de lana hasta las pestañas. El copiloto no espera y, de puro entusiasmo, descarga completo uno de los fusiles semiautomáticos FN, traídos por la Marina de contrabando desde Bélgica. Quinientos setenta disparos por minuto.
Cuatro autos y un colectivo. Alguien repasaría una muela cariada con la lengua o cargaría en los oídos el llanto nocturno de un bebé sin reconocer el siseo de la bomba. Probablemente hubo quien en ese instante de huesos calados recordara las primeras vacaciones en el hotel de playa sindical deseando ser milanesa en la arena o dibujaba con trazos invisibles la casa que estaba a punto de recibir.
Los cristales estallan, atraviesan pieles, ojos, ropa, lo que no se incrusta cae por ahí. La chapa retorcida vuela y se estrola, los restos humanos quedan pegados al metal. Llamas y humareda espesa. Sesenta y cinco muertos y empiezan a contar.
La primera bomba disolvió a Raúl, el hombre alto, el granadero. Dora había terminado de foliar el expediente y caminaba hacia una mercería para comprar más lana. Se acurrucó debajo de un banco de madera, las ráfagas de balas le picaban cerca. En una pausa, tomó la delantera y se pegó a un matrimonio de viejos, los sujetó del brazo y corrieron a guarecerse. Otra vez el tableteo de las ametralladoras y la pierna del hombre se descarnó. Cayó. Quieta, boca arriba, morir, morir mirando el cielo. El techo del Ministerio humeaba.
Los puntos negros se cubren las cabezas, no creen lo que ven, hay quienes corren, otros se esconden. Un hombre volverá a casa, pálido abrazará a su padre y dirá: Antes de explotar, mientras caían, parecían tulipanes rojos. Cómo se puede imaginar semejante cosa, las Fuerzas Armadas bombardeando a la población.
Él pone el avioncito en punta y se aleja para volver a tomar posición, todavía le queda una. Podría haber pensado en su propia muerte pero la ferocidad lo distrae.
Cuarenta y tres años después, a las diez de la mañana del 25 de agosto de 1998, el capitán de navío morirá sentado, los muslos regordetes ceñidos por un jean ancho sobre la silla de madera frente a la computadora. Camisa rosa arremangada, la cruz de plata al pecho, el cuerpo levemente volteado hacia la izquierda y la cabeza ensangrentada colgando como un melón reseco. El cráneo estallado, el cerebro como baba. La Pietro Beretta, calibre 380, la del disparo, quedará tirada sobre uno de los mocasines color ciruela; más allá, sobre una alfombra persa, la vaina servida y el proyectil ensangrentado. Al lado del teclado, sobre el escritorio, otra pistola calibre 9 mm sin disparar. El ronroneo mecánico de la heladera vieja y adentro dos copas y una botella de champagne nevada. Los píxeles pausados de una película pornográfica destellarán. Sobre la mesa, abierto en la foja 45, una copia del expediente en el que estará siendo juzgado por la venta ilegal de tres embarques de cinco mil fusiles FAL que el gobierno argentino mandó vía Croacia a Ecuador mientras estaba en guerra con Perú. En la máquina negra del fax asomará el papel film con la prueba para su condena: la transferencia de un millón de dólares a su nombre.
Atardeció. La tierra había girado una vez más y el cielo era plomo; los edificios, sombras; las calles, tinieblas, y la plaza en la que los patriotas rebeldes clamaron por la independencia, pozo y socavón.
Llovía. Los soldados retiraron escombros, levantaron cuerpos y se cubrieron de a tres con un solo capote, chapotearon las botas, fijaron la mirada donde el haz de luz de las linternas se posó, calibraron los oídos buscando algún grito desquiciado, un aullido de dolor, pero la lluvia bramaba.
Treinta y tres bombas. Un furgón con el motor encendido; cuando los cuerpos lo rebalsaron, arrancó. Otro morguero llegó y lo volvieron a cargar.
Gracias a la ayuda de un gran compañero y amigo pude entrevistar a Carlos Elizagaray. Estaba por desistir en mis intentos de contactarlo por teléfono, cuando una tarde me encontré con Marcos Lolhé. “Dejá –me dijo– que yo te arreglo una entrevista y vamos juntos, Carlos está un poco renegado y no quiere ver a nadie, menos para hacer entrevistas.” Nos recibió en su casa de San Isidro junto a su familia en el verano de 2001. Venía de soportar un serio problema de salud, pero se sobrepuso para hacer ameno el encuentro. Con cuatro hijos –uno de ellos asesinado en 1975– y 11 nietos, este excelente abogado que ejerció su profesión hasta hace pocos años, tenía en los años setenta, uno de los estudios más prestigiosos de Mar del Plata. El tiempo que duró la entrevista, tuve la sensación de estar sentado a la sombra de un añoso roble. Con 76 años y una vida azotada por fuertes tempestades estaba en pie. (Gonzalo L. Chaves)
El día que bombardearon la Casa de Gobierno las circunstancias hicieron que estuviera presente para defenderla. Esa tarde en el interior del edificio éramos, entre civiles y militares, unas 400 personas. Cuando cesaron los bombardeos, todos creíamos que la cosa seguía. A la mañana siguiente ya nos dimos cuenta que no y salimos a explorar a la calle; era un cuadro terrible, cada 15 ó 20 metros había un automóvil incendiado. Vimos un ómnibus con chicos muertos y sus cabezas desparramadas en el techo. En la plaza, muñecas tiradas en el piso, abandonadas por niñas que habían corrido despavoridas por el bombardeo. Cuando volví a mi casa en Mar del Plata, no podía contar lo que había visto, estaba shockeado por la cantidad de muertos y las cosas horribles que había presenciado. No podía enhebrar un relato, aún hoy recordar me trae mucha congoja. Ésta es la primera vez que hablo desde aquel entonces.
Los hechos fueron un poco así: en el año 1955 era teniente primero del Ejército, con destino en la Escuela Antiaérea de Mar del Plata. En el mes de junio viajé a Buenos Aires a buscar unos motores que tenía que traer a la Unidad. Cumplida la tarea me fui a comer al Círculo Militar. El capitán Molinari, que estaba almorzando conmigo, me dijo en voz baja:
– ¿Sabés que están bombardeando la Casa de Gobierno?
Cómo sería mi asombro que agregó:
– Bueno, si no me creés.
El tipo era medio gorilón, así que no había por qué dudar de lo que me decía. Salí a la puerta y veo pasar una escuadra de aviones Gloster Meteor en vuelo rasante. En un camión Mercedes Benz el suboficial Zapata y dos soldados venían a buscarme para emprender el viaje de regreso. Me trepé urgente al vehículo que conducía el suboficial y marchamos con los soldados en dirección a la Casa de Rosada. Fuimos a ver qué pasaba, a preguntar si hacíamos falta. Tomamos por avenida de Mayo, dimos unas vueltas y al llegar a la esquina de Rivadavia y Leandro Alem, dos camiones del Batallón de Granaderos cruzados en la calle nos cerraban el paso. A un costado, tirados sobre el asfalto estaban varios soldados, uno estaba aparentemente muerto, los demás heridos. Le digo al suboficial:
– Pare Zapata, vamos a auxiliar a estos muchachos.
Descendimos del camión, yo bajé primero, Zapata detrás de mí, en ese momento una ráfaga de ametralladora pegaba en el parabrisas y literalmente le borraba la cara a Zapata. El suboficial logró arrastrarse unos metros y se desmayó. Del interior de la sede gubernamental salen tropas y logran meterlo adentro. Les tomo el pulso a los soldados, uno estaba muerto, los otros muy mal heridos. Cuando los estábamos levantando, nos vuelven a ametrallar. Los marinos hacían fuego de fusilería y ametralladora desde la Plazoleta Colón y la playa de estacionamiento del Automóvil Club Argentino, ubicada en Azopardo y la prolongación de la calle Rivadavia. Mientras tanto los aviones seguían arrojando bombas y no podíamos hacer nada. Le digo a los muchachos:
– Cuando haya un silencio de fuego vamos a entrar corriendo a la Casa de Gobierno por la explanada que da sobre la calle Rivadavia.
Había cuatro ametralladoras tirando desde la Rosada contra el edificio de enfrente y sobre todo contra el Ministerio de Marina. En un momento los infantes habían llegado hasta el Ministerio de Asuntos Técnicos, quedando calle de por medio, pero la férrea defensa, los persuadió de no tomar la sede del ejecutivo. Yo estaba de civil, entré gritando:
– ¡No tiren, soy oficial del Ejército!
Dejaron de disparar y llegué. Con el primero que me topé fue con un capitán de nombre Virgilio Di Paolo, estaba herido y me dijo:
– Preséntese al coronel Gutiérrez que le va a dar instrucciones.
El suboficial que estaba disparando con la ametralladora me comentaba:
– Usted tiene un Dios aparte, todavía no me explico por qué dejé de tirar cuando entraba corriendo.
Cada bomba que caía levantaba tal polvareda que no se veía ni medio, colaboraban para esto las paredes de adobe con que está construida la Casa de Gobierno.
Me presenté al coronel Guillermo Gutiérrez, jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín. Me pregunta de qué arma era, me ordena que vaya a la terraza, monte la ametralladora Madsen 12,7 y dispare sobre los aviones. Cuando llego a la terraza, todo el personal estaba resguardado detrás de los parapetos, pero la ametralladora estaba desmontada, me puse a la tarea de armarla. Me costó un laburo bárbaro por el peso que tienen las Madsen. Quise disparar, pero resultaba que los aviones pasaban a mucha velocidad y no podía cumplir mi cometido.
Yo era artillero antiaéreoy sabía manejar las reglas para acertar a un avión que viene a toda velocidad, pero era evidente, que estas armas no eran adecuadas para disparar sobre un aparato a reacción como el Gloster Meteor. No alcanzaba a girar el arma, que ya el avión quedaba fuera de alcance. Hubiese hecho falta un director de tiro para anticipar el disparo. Después, me di cuenta que esta dificultad era la razón por la cual el teniente primero Carlos Mulhall había desistido de su uso.
Cuando dejaron de pasar bajé, serían las dos o tres de la tarde, el coronel Gutiérrez me dice que me quede como de auxiliar, luego me pregunta:
– ¿Está armado?
Yo estaba de civil, no portaba nada.
Me dieron una pistola Ballester Molina calibre 45 y me aposté detrás de las ventanas con los demás oficiales. Pensábamos que nos iban a atacar; pero no lo hicieron; cayeron siete bombas en la Casa de Gobierno, muchas no explotaron. Era un día nublado, caía una llovizna finita. A eso de las cuatro de la tarde, llegó un grupo antiaéreo que se instaló en Plaza de Mayo. Después, recuerdo que estaba buscando un teléfono para hablarle a mi mujer y tranquilizarla, decirle que estaba bien, que estaba vivo.
En el despacho del Secretario de Asuntos Técnicos, Raúl Mendé, que daba sobre Plaza de Mayo, conseguí una línea que funcionaba, eran entre las cinco y seis de la tarde. Por la ventana veo la Plaza totalmente vacía, empezaba a oscurecer y tampoco se observaban civiles en los alrededores, solamente las tropas del Grupo de Artillería Antiaérea general Tomás Iriarte de La Tablada ocupaban la calle. En eso veo un fogonazo fenomenal en la Curia Metropolitana, me pregunté ¿quién pudo haber sido? ¿Un grupo enardecido o directamente los Comandos Civiles? Poco antes por la avenida Alem avanzaba el Regimiento Motorizado Buenos Aires para intimar la rendición del Ministerio de Marina. El coronel Marcos Calmon iba al frente y entre sus subordinados estaban los capitanes Rodolfo Elizagaray y otro de apellido Philippeaux, el primero primo mío. Entrada la noche, el coronel Gutiérrez me dice:
– Ayude al capitán Luciano Benjamín Menéndez, en lo que usted sepa para redactar el Diario de Guerra.
Estoy hablando del mismo Menéndez, que después del golpe de 1976 fue Comandante del III Cuerpo de Ejército, del cachorro Menéndez, hijo del general Benjamín Menéndez que se sublevó contra el gobierno de Juan Perón el 28 de septiembre de 1951. Estábamos instalados en el subsuelo, Menéndez con una cara de perro bárbara, evidentemente tenía el corazón en otro lado. Después, logré reunirme con los soldados que me habían acompañado desde Mar del Plata, al suboficial Zapata no lo pude ubicar, porque ya lo habían derivado a un sanatorio.
(…)
Estábamos recorriendo el lugar de los acontecimientos con Ignacio Cialceta y el médico del Regimiento de Granaderos, doctor Catalano. Había sido tan espantoso lo sucedido, ver el tránsito de cadáveres, ver gente como el suboficial Zapata con la cara volada que, Catalano pese a ser un profesional experimentado no pudo contenerse y se descompuso. Llegaban los heridos de afuera, les metían una compresa y los derivaban a los distintos sanatorios, era lo único que podían hacer. Se calcula que hubo de 300 a 400 muertos, eso fue lo que publicó el diario La Nación. Buenos Aires es una ciudad abierta. Ese jueves era día laborable, los chicos yendo a la escuela, los autobuses cruzando de un lado a otro de la ciudad repletos de pasajeros. La gente estaba tranquila, veía pasar los aviones y no se alarmó hasta que escuchó la explosión de las bombas, la población no atinaba a darse cuenta realmente de lo que estaba ocurriendo. Uno de los civiles muertos en el bombardeo se llama Rojas, era el padre de Mario Rojas. Mario es un chico que trabajó de chofer en la Side cuando yo fui asesor en el último año del gobierno de Carlos Menem. En uno de los viajes que hicimos me contó que su papá era colectivero, estaba en la parada, esperando que llegara el ómnibus para tomar servicio y en ese lugar estalló una bomba. Pasó la noche y a la mañana siguiente cuando estaba charlando con el mayor Ignacio Cialceta, sobrino político de Perón y Secretario de Investigaciones Administrativas, una brigada de explosivos hacía detonar las bombas que no explotaron.
***
El objetivo de los sublevados era matar a Perón, presuponiendo aquello de que, “muerto el perro se acabó la rabia”. El servicio de inteligencia del Estado había alertado al gobierno. Tenían información, porque habían pescado una conversación telefónica, donde se decía que a eso de las 10 u 11 de la mañana, aprovechando el desfile de los aviones, intentarían matar a Perón, dando inicio a una sublevación a gran escala, para tomar el poder. Ellos creían que Perón estaba en la Casa de Gobierno. El General, cuando recibió la información se trasladó preventivamente al Comando en Jefe, instalado en el Ministerio de Ejército. El edificio ubicado en el vértice de un triángulo formado por el Ministerio de Marina, la Casa de Gobierno junto a Plaza de Mayo, demarcaba el espacio donde se desarrollaba el punto más crítico del combate.
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Cuando todo volvió a su normalidad, me sometieron a un interrogatorio jerárquico. Me preguntaron por qué me había presentado en la sede del gobierno, si yo tenía destino en Mar del Plata. El coronel que me indagaba, seguramente no era peronista, porque no entendía mi razonamiento. Pero mi coronel —le decía— yo soy oficial del Ejército, me enteré que estaban bombardeando la sede del gobierno y no lo pensé dos veces, me fui a defenderla. Todo lo que ocurrió después fue obra del azar, de las circunstancias, cómo quiere que tenga la mente tan fría, como para ir a presentarme a mi unidad. Me retó, al fin me absolvieron y ahí terminó mi episodio en la Casa Rosada. Valoraron mi actitud en defensa del gobierno constitucional y me propusieron para una condecoración. El Ministerio de Ejército, general Franklin Lucero me preguntó si quería un auto o un departamento. En esa época a los que se destacaban los premiaban también con cosas materiales. Mire mi general –le dije– yo quiero estudiar en la Escuela de Guerra y no tengo vivienda en Buenos Aires, prefiero un departamento. Rendí examen para ingresar a la Escuela de Guerra y aprobé con la mejor nota, pero nunca me permitieron cursar. Unos meses después, cuando triunfó la Revolución Libertadora, que condecoración ni condecoración, me mandaron castigado a la localidad de Apóstoles en la provincia de Misiones. En ese lugar ubicado a unos 70 kilómetros de Posadas, había un Grupo de Artillería de Monte y una Unidad de Comunicaciones. Mi participación en estos hechos me trajo algunas complicaciones con los Libertadores. En cambio, cuando Perón regresó en 1973, me ascendió a mayor conjuntamente con otros oficiales.
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El enfrentamiento armado estaba entablado sólo entre militares. Cuando la gente acudió a la Plaza, su presencia no tuvo mucho efecto para la decisión del combate. Esa masa de gente, salvo casos aislados, no tomó las armas para defender a Perón. En la Plaza en ningún momento hubo una gran concentración de civiles.
Ignacio Cialceta, hoy fallecido, me contó que no se quiso armar a los sindicatos. Yo creo que si Evita hubiese estado, armaba la C.G.T. Cialceta, concretamente decía que Perón no había querido entregar armas a los trabajadores. El presidente no quería complicar las cosas, ni agravarlas; lo que quería era tranquilizar al país para poder gobernar en paz. Lo del 16 de junio no fue una lucha franca entre soldados, los conspiradores eran un grupo que quería derogar todas las disposiciones puestas en vigencia por Perón, favorables al pueblo y a la justicia social. Quería imponer un gobierno de la oligarquía, quería que la Corte Suprema se hiciera cargo del gobierno. Había un odio a Perón tremendo. Los rumores y la colección de chistes de mal gusto, atacando al gobierno no tenían fin. Así como las difamaciones, las injurias y calumnias al líder justicialista. (…) El resentimiento contra Perón era interminable. El odio de la clase media y media alta era espantoso. Era una cosa difícil de concebir, que seres humanos tuviesen tanta insensibilidad, tanto rencor para aceptar lo que el peronismo proponía.
Siempre me acuerdo de las palabras de Cialceta, el sobrino de Perón. Esa mañana estábamos sentados en la escalera de la calle Balcarce y me decía:
—Yo no sé qué hubiera pasado si hubiéramos armado la C.G.T.
Perón no quería la guerra civil. Él les dio los micrófonos a los opositores para que hablaran, a Vicente Solano Lima, Arturo Frondizi, a todos los políticos que eran enemigos a muerte de él. Les dio tribunas para que se desahogaran, no fusiló a nadie. Perón creía que podía seguir gobernando el país con un poco de consideración de la gente opositora, pero estaban envenenados, tenían un odio fenomenal. Las atrocidades cometidas con los restos de Evita y Perón en los años posteriores lo ratifican.
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Había muy pocos oficiales dentro de la Casa de Gobierno. Inclusive entre los oficiales del cuerpo de Granaderos, no había peronistas, salvo el coronel Gutiérrez que era su jefe, los demás eran como Luciano Benjamín Menéndez. La mayoría de los oficiales estaban en contra de Perón. Defendieron la Casa de Gobierno porque no tenían otra, tenían que pelear si no los mataban por equivocación. Nunca aceptaron ni la doctrina peronista, ni la pretensión de enseñar la doctrina. Yo era teniente primero y me reía de los planes de enseñar la doctrina nacional a los oficiales del Ejército. Fue una idea del general Lucero, hecha con buena intención, él creía que se podía. Los oficiales se cagaban de risa, no le daban ni cinco de pelota. Yo, para encontrar un oficial peronista en el Ejército, tenía que buscarlo con lupa. En Mar del Plata, por ejemplo, había muy pocos peronistas, y los que se decían peronistas no tenían voluntad de combatir, estaban vencidos de antemano, ya estaban cansados de Perón.
Dentro de la institución, yo era uno de los pocos oficiales peronistas. No tenía con quién conversar de una hipótesis favorable al gobierno.
(…)
Con uno de los oficiales de la Fuerza Aérea que pilotearon los aviones, hicimos juntos la escuela primaria en la ciudad de Azul. El apellido era Carusí, el nombre creo que era Carlos, le decían Curro. Un día hablando en el Círculo Militar con Carusí me dice:
—Mirá qué paradoja de la vida, fuimos tan amigos y yo bombardeando la Plaza de Mayo y vos intentando defenderla.
Entonces me contó que uno de los Gloster lo piloteaba el teniente primero Osvaldo Cacciatore. Me dijo que en otro de los aviones iba Miguel Ángel Zavala Ortíz, cuando vieron que fracasaron, se fueron todos para Uruguay. Este amigo mío, hijo de Agustín Carus, un caudillo conservador de Azul, era un soberbio. Siempre lo recuerdo en su juventud, como un tipo al cual los policías del pueblo le hacían la venia, era el patrocinio de los bailes, siempre fue un prepotente, así que en la mentalidad del Curro Carus, yo entendía perfectamente el desprecio por cualquier ser humano que no fuera de su grupo.
Por la noche después del bombardeo estuve con el capitán Menéndez ayudándolo a escribir el Diario de Guerra. Recorrí todas las instalaciones de gobierno. Suponíamos que un grupo comando nos podía tomar el edificio por asalto, hacíamos guardia, vigilábamos desde las ventanas. En la calle no había gente. Vuelvo a repetir, desde las cinco o seis de la tarde, y después toda la noche la Plaza era un desierto. Lo único trascendente fue la bomba que estalló en la Curia Metropolitana. Nadie de los que estábamos en la Casa Rosada hablaba con Perón, salvo ese contacto que intentó el coronel Goulú. Suponíamos que seguía en el Comando en Jefe, porque las expectativas de que hubiera otro ataque no estaban descartadas, seguíamos en pie de guerra.
Nosotros estábamos convencidos que a posterior del ataque, cuando la situación estuviera controlada, el gobierno iba a reaccionar. Suponíamos que se iba a enjuiciar a los responsables de los bombardeos y se los iba a fusilar. Esa es la razón por la cual se suicidó el contralmirante Benjamín Gargiulo en el Ministerio de Marina. Los sublevados estaban absolutamente convencidos de que los iban a fusilar a todos. Era tan espantoso el crimen que habían cometido, un atentado contra todo sentido y respeto por el ser humano. Estaba totalmente convencido de que se iban a tomar fuertes medidas contra los sublevados. Cialceta también; la sorpresa fue cuando empezaron los discursos conciliadores de Perón, era inconcebible. Allí nos dimos cuenta de que la suerte de Perón estaba echada, porque no reaccionaba ante tamaña bestialidad, ante ese verdadero genocidio perpetrado.
Perón destituyó al Ministro de Marina, vicealmirante Aníbal Olivieri. Me contaba el comandante de aviación –ese que fue corriendo a llevarle un mensaje a Perón– que el almirante Rojas llamó por teléfono al Comando en Jefe, para demostrar su buena disposición. Cuando se lo comentaron a Perón, este dijo:
–Yo sabía que el negrito no me podía fallar.
No se puede creer. Rojas había sido edecán de Eva Perón. En el casino de oficiales de Río de Janeiro había un cuadro de Evita obsequiado por Rojas a los marinos brasileños. Fue la declinación total y las Fuerzas Armadas a la cabeza de esa declinación.
(…)
La verdad es que mi primer impulso no fue ir a defender la Casa de Gobierno, yo fui a ver qué pasaba. Me detuve para auxiliar a los heridos, ese granadero al que le tomé el pulso, que aún estaba vivo, que yo pretendía auxiliarlo y que lo atravesaron con una ráfaga de largo a largo al lado mío. Los aviones tenían unas poderosas ametralladoras Oerlikon calibre 20, lo hicieron pelota al pibe. Pero todas fueron circunstancias que me fueron llevando, me fueron encajonando. No digo que fue como aquel tipo que dijo “¿quién me empujó?”. Yo tuve solamente la intención de ayudar, las cosas me fueron conduciendo. Hice lo que en ese momento sentí que debía hacerse.
(…)
Yo sentí que era peronista poco tiempo después de la revolución del 43. En esa época estaba trabajando en Avellaneda y estudiaba derecho en la UBA.
El 4 de junio mi padre me habla por teléfono a las seis de la mañana y me pregunta:
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy aquí —le contesté— en la pensión.
—Pero ¿qué hacés en la pensión, está transcurriendo la historia en Plaza de Mayo y vos estás en la pensión. Vestiste y rajá a la Plaza y contame todo lo que veas.
(…)
Cuando Perón comenzó a hablar lo hizo con un tono desconocido hasta ese entonces. Hablaba de patria, hablaba de pueblo, empezamos a prestar atención cada vez más interesados. Así me convencí de que Perón era el hombre que estábamos esperando. Todavía no se había producido el 17 de octubre, ni nada de eso, así me hice peronista.
San Isidro, noviembre de 2000.
Carlos Alberto Elizagaray nació el 11 de abril de 1925 en Azul, Buenos Aires y murió el 5 de julio de 2006.
El hospital Garrahan continúa siendo el lugar al que acuden las provincias del sur argentino cuando los casos pediátricos superan la capacidad de atención local. En los primeros cinco meses del año, más de 180 niños, niñas y adolescentes de Neuquén y Río Negro fueron derivados a este centro nacional de alta complejidad para recibir tratamientos especializados.
En Neuquén, el hospital Castro Rendón centraliza la atención de los casos más complejos. A pesar de contar con un área especializada en enfermedades hemato-oncológicas pediátricas, hay cuadros clínicos que requieren la intervención del Garrahan. De los pacientes neuquinos derivados este año, solo dos continúan internados, mientras que el resto mantiene controles periódicos en Buenos Aires por patologías como cáncer, afecciones metabólicas, neurológicas y visuales.
Desde Río Negro, los principales municipios que derivan pacientes son Viedma, Bariloche y General Roca, pero se registraron traslados desde localidades como Lamarque y Choele Choel. Las causas de derivación son variadas e incluyen traumatismos graves, quemaduras, trasplantes, cirugías complejas y enfermedades poco frecuentes que no pueden ser tratadas en hospitales provinciales.
Tanto el Estado rionegrino como Ipross garantizan la cobertura total de los traslados, incluyendo alojamiento y alimentación para los acompañantes. También se prevé el uso de aviones sanitarios cuando es necesario. Por su parte, los pacientes derivados permanecen bajo seguimiento médico hasta los 22 años, asegurando la continuidad de los tratamientos.
Alberto Weretilneck, gobernador de Río Negro, fue internado de urgencia y sometido a la colocación de un stent en la Fundación Médica de Río Negro y Neuquén (Leben Salud) . El mandatario rionegrino había experimentado molestias en el pecho, lo que lo llevó a hacerse chequeos médicos y terminó con su internación….