Fue devastador el paso del huracán Melissa por Cuba
La madrugada se volvió interminable en el oriente cubano. El huracán Melissa, con sus vientos de casi 200 kilómetros por hora, cruzó la isla dejando tras de sí un paisaje de destrucción, miedo y resistencia. Había golpeado Jamaica como la tormenta más poderosa en noventa años y llegó a Cuba con la misma furia, abriéndose paso por Santiago de Cuba, donde el viento rugía como un animal suelto y el agua “arrollaba todo a su paso”.
“Fue una madrugada muy compleja”, reconoció el presidente Miguel Díaz-Canel, mientras recorría los primeros informes de una catástrofe que todavía se medía en silencio, entre árboles caídos y calles anegadas. “Los daños son cuantiosos”, escribió luego en su cuenta de X, resumiendo con sobriedad una escena que para muchos fue de puro espanto.
En Santiago de Cuba, la ciudad más golpeada, las ráfagas arrancaron techos, quebraron postes, derribaron paredes. Mariela Reyes, ama de casa de 55 años, miraba incrédula el hueco donde antes estaba su techo: “Voló y cayó en la otra cuadra. No es fácil perder todo lo que uno tiene… lo poco que uno tiene”, dijo, con los ojos vidriosos.
La víspera había alcanzado a poner a salvo su televisor y algunos electrodomésticos en casa de su hermana. Fue un pequeño triunfo en medio del desastre.

La ciudad amaneció cubierta de ramas, cables y escombros. Grupos de vecinos, machete en mano, salieron a despejar las calles. Entre ellos, Ania Domínguez, de 35 años, observaba con tristeza los troncos partidos:
“Melissa sí que se fajó con los árboles. Dejó a Santiago pelada, sin vegetación… y esa es una de las cosas más lindas de esta ciudad”, lamentó.
La Sierra Maestra bajaba desbordada. Los ríos, crecidos durante la noche, arrastraban todo: árboles, cercas, animales, hasta los recuerdos. En los caminos que llevan a los pueblos costeros, el agua cubría los puentes y hacía imposible el paso. En San Miguel de Parada, un hombre se quedó junto a sus tres ovejas muertas, varadas sobre el asfalto. Un poco más allá, otro campesino empujaba una tabla improvisada donde su perro tiritaba, mojado y asustado. Detrás de él, una casa de madera resistía apenas, y un colchón flotaba como símbolo de lo que Melissa se llevó sin permiso.

Más de 735.000 personas fueron evacuadas en las provincias de Santiago, Holguín y Guantánamo, donde también colapsaron las comunicaciones. Las redes telefónicas quedaron cortadas, el sistema eléctrico fue desconectado por precaución, y los hospitales y escuelas sufrieron daños. Incluso el hotel donde se alojaban periodistas perdió ventanas y paneles, como si la furia de la tormenta quisiera dejar constancia en cada rincón.
Ahora, cuando el cielo empieza a abrirse y el viento se vuelve brisa, Cuba cuenta los daños y las ausencias. Pero entre los escombros, también emerge la otra cara del huracán: la solidaridad. Vecinos que comparten el poco pan que quedó seco, manos que se alzan para despejar una calle, una palabra de consuelo en medio del lodo.
Melissa ya se aleja, pero su huella quedará un largo tiempo. Porque hay tormentas que no solo derriban casas: también ponen a prueba el alma de un país.
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